La sostenibilidad de este servicio público, en entredicho
"Vivimos en la Post Seguridad Social"
(Foto: E&J)
La sostenibilidad de este servicio público, en entredicho
"Vivimos en la Post Seguridad Social"
(Foto: E&J)
Bastaría introducir, en cualquier buscador de internet, las palabras “sostenibilidad del sistema público de pensiones” para comprobar que van apareciendo decenas de opiniones de políticos, periodistas y expertos de todo tipo que nos ilustran sobre la situación pasada, presente y futura de las pensiones.
No voy a enfrentar mi torpe pluma a la clara lucidez de los anteriores. Sólo pretendo dar el testimonio de un jurista, al igual que los escritores realistas del siglo XIX, observador privilegiado, cargado de años, de la cuestión.
Recientemente, se publicó el Real Decreto-Ley 2/2023, de 16 de marzo, que, entre otras cuestiones, establece un nuevo marco de sostenibilidad del sistema público de pensiones, siguiendo el oficio de Sibila, anuncia lo que ocurrirá con aquéllas hasta mediados del siglo.
Había teorizado Karl Popper, en su magnífico ensayo La miseria del historicismo, que el historicismo es un método indigente ya que, entre otras proposiciones, el curso de la historia humana está fuertemente influido por el crecimiento de los conocimientos humanos y no podemos predecir, por métodos racionales, el futuro de nuestros conocimientos científicos y de la historia humana (en la citada obra quiso aludir al libro de Marx, historicista por antonomasia, La miseria de la filosofía, el cual, a su vez, hacía una referencia a la Filosofía de la miseria de Proudhon). Predecir hoy lo que acontecerá en el futuro con nuestro sistema de pensiones es jugar al bonito juego de las adivinanzas. La Seguridad Social no ha encontrado aún su Galileo o Newton.
Si ustedes quieren jubilarse hoy con 65 años necesitan 37 años y 9 meses cotizados, salvo excepciones
Pero voy a lo que importa a mi artículo.
Lo que se conoce como Seguridad Social tenía hondas raíces, causas remotas y larga gestación. En España culminó con la aprobación de la Ley 193/1963, de 28 de diciembre, de Bases de la Seguridad Social, promulgándose posteriormente su texto articulado por Decreto 907/1966, de 21 abril. Habría que esperar a la Constitución española de 1978 para que en su artículo 41 apareciese con claridad los principios de universalidad subjetiva y de generalidad objetiva, y, nada menos, a la Ley 26/1990, de 20 diciembre, prestaciones no contributivas, para que un ciudadano tuviese derecho a las mismas.
Nuestro sistema público de la Seguridad Social era generoso con las prestaciones de incapacidad permanente, el incapacitado percibía, por regla general, pensión de mayor cuantía que los jubilados. La prestación de jubilación, grosso modo, permitía, en el peor de los casos, el acceso a la misma con 65 años, y, en otros muchos casos, su anticipación. Lo cierto y verdad es que al legislador no se le ocurrió eliminar el criterio profesional-contributivo, sino que lo que había que hacer era perfeccionarlo, añadiéndole un brazo no contributivo de jubilación e incapacidad permanente. Ni mucho menos se les pasó por la cabeza que cobrasen pensiones de mayor cuantía las personas que nunca habían trabajado en relación con otras deudoras de la maldición bíblica.
Hoy vivimos en lo que he titulado La Post Seguridad Social.
La cuantía de las pensiones de incapacidad permanente, por enfermedad común, se han reducido al introducir un nuevo algoritmo en relación con el tiempo cotizado a efectos de jubilación. Dicha minoración de la prestación de incapacidad permanente se ha compensado permitiendo, doctrina jurisprudencial pacífica y unánime, que el incapacitado total, absoluto o gran inválido pueda seguir trabajando, en una profesión distinta, y percibir íntegramente su pensión.
La sostenibilidad del sistema ha basculado drásticamente, además del aumento de las cotizaciones, hacía los nuevos jubilados, de forma y manera que si ustedes quieren jubilarse hoy con 65 años necesitan 37 años y 9 meses cotizados, salvo excepciones. Puedo asegurarles que las personas no se jubilarán porque lo apruebe un Parlamento, si al mismo tiempo no se toman medidas en relación con el impacto que ejerce el empleo sobre la salud.
Lo que está ocurriendo, sencillamente, es que hay mayor número de trabajadores de cierta edad cobrando subsidios de incapacidad temporal (el volumen de gestión ha llegado a tal extremo que, desde el 18 de mayo de 2023, la falta de alta médica, agotado los trescientos sesenta y cinco días, conlleva una prórroga tácita de la incapacidad temporal; además, de la competencia exclusiva de la inspección médica del INSS para emitir el alta médica) o pensiones de incapacidad permanente.
La guinda a toda esta inerrancia ha sido la introducción del ingreso mínimo vital -girando demasiado deprisa, por arte de birlibirloque, de pensión contributiva a no contributiva-, que permite cobrar una prestación económica desde los 30 hasta los 65 años, sin haber trabajado un solo día, o, desde los 23 años a los 30, con un año de afiliación. Este colectivo, cada día más numeroso, puede percibir dicha prestación de mayor cuantía que multitud de incapacitados permanentes, jubilados y desempleados, por lo que, lógicamente, en contadas ocasiones volverán a trabajar. Pocos van a cotizar para percibir menos pensión en el futuro, máxime cuando la asistencia sanitaria y farmacéutica es gratuita.
Hay mayor número de trabajadores de cierta edad cobrando subsidios de incapacidad temporal
Hemos vuelto a rodar y estamos condenados a los trabajos de Sísifo. No olviden las palabras de Tácito: “Para quienes ambicionan el poder, no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio”. Al fin y al cabo, La Post Seguridad Social no es sino una rama más de la política.