Caso Tsunami Democràtic: cuando el instructor acusa y el fiscal tutela
"No parece lógico mantener la figura del juez instructor"
Fiscalía General del Estado (Imagen: Archivo)
Caso Tsunami Democràtic: cuando el instructor acusa y el fiscal tutela
"No parece lógico mantener la figura del juez instructor"
Fiscalía General del Estado (Imagen: Archivo)
Al margen de su relevante dimensión política, la causa contra Tsunami Democràtic pone de manifiesto el sesgo inquisitivo que presenta nuestro sistema procesal penal. Un sesgo especialmente intenso durante la fase de investigación, en manos de un juez instructor. La insólita capacidad de esta figura decimonónica para impulsar el proceso de oficio le permite, en este y otros casos especialmente sensibles, imponer a las partes personadas su propia calificación de los hechos; al menos, hasta el final de la instrucción.
Si, además, la fiscalía no secunda sus planteamientos, se verá obligada a combatirlos a base de recursos, adoptando una función más cercana a la tutela que al ejercicio de la acusación. Convendría preguntarse hasta qué punto esta inversión de roles es compatible con los fundamentos liberales de nuestro ordenamiento jurídico y, muy especialmente, con el principio acusatorio, que, al menos en teoría, rige nuestro proceso penal.
Repasemos lo ocurrido en el marco del mediático proceso contra la asociación civil independentista. Tras cuatro años desde la incoación del expediente judicial, sin que se produjeran avances significativos en su tramitación, el 3 de noviembre de 2023, la Guardia Civil remite un informe al Juzgado Central de Instrucción nº 6. El magistrado García Castellón, titular del órgano, da traslado del atestado a la fiscalía el mismo día de su recepción. En este informe no se atribuyen responsabilidades ni hechos concretos a Puigdemont, hasta entonces fuera de la investigación.
Aun así, al siguiente día laborable -el 6 de noviembre-, el instructor, sin esperar a la respuesta del Ministerio Público, dicta un auto llamando a declarar al líder independentista en calidad de investigado. Pero, al no ser competente para procesarle, por razón del aforamiento que presenta como eurodiputado, se ve obligado a hacer un extraño encaje de bolillos y reclamar su comparecencia sin dar traslado formal de los cargos. De hecho, resalta que se encuentran en una “fase inicial” de la investigación, pese a los años transcurridos desde la incoación, y fía la imputación a “diligencias futuras”. Aún con todo, lo cita como sujeto pasivo del proceso.
Cuatro días después, la Fiscalía de la Audiencia Nacional recurre el señalado auto en apelación ante la Sala de lo Penal del mismo órgano. En su escrito, el fiscal -perteneciente a la conservadora AF-, descarta el delito de terrorismo y critica el contenido de la “pseudo imputación” por “tergiversar, hacer suposiciones y omitir datos”, con el fin de sostener la nueva calificación realizada sobre los hechos por el propio juez.
El 21 de noviembre, dos semanas después de dictar el primer auto y, una vez más, sin esperar a que la Sala haya resuelto sobre el recurso de apelación presentado por la fiscalía, García Castellón vuelve a dictar otro auto mediante el cual solicita, ahora sí, la imputación formal de Puigdemont por parte del Tribunal Supremo. En esta nueva resolución, que la fiscalía ha vuelto a recurrir, él mismo reconoce tácitamente su incompetencia al elevar la cuestión a la Sala Segunda, lo que lleva necesariamente a preguntarse porqué dictó entonces el anterior auto del 6 de noviembre llamando a declarar al aforado en calidad de investigado.
Pero, más allá de esta incoherencia jurídica, la obstinación del magistrado García Castellón a la hora de imputar el delito de terrorismo a Puigdemont, en contra del criterio del Ministerio Fiscal, evidencia con toda nitidez el peso que los jueces de instrucción tienen en la determinación del objeto del proceso durante la fase indagatoria. Aún incluso, cuando no hay una parte acusadora que avale sus planteamientos.
En este caso, la conversión del instructor en parte acusadora resulta especialmente evidente, pues, en el intento hacer valer su propia calificación, García Castellón ha entablado una batalla directa contra quién tiene constitucionalmente encomendada la función de ejercer la acción penal en defensa de la legalidad; es decir, el fiscal personado en la causa. Independientemente de la opinión que nos merezca el procesado, desde un punto de vista técnico, estamos ante una suerte de acusación judicial. Parece claro que aquí el principio acusatorio brilla por su ausencia.
Puede que la situación actual de enconamiento político este eclipsando la dimensión estructural del asunto, pero, los sesgos que comporta seguir encomendando la investigación de los delitos a un juez son de sobra conocidos. De hecho, hace tiempo que todos los países de nuestro entorno superaron esta figura o, al menos, limitaron radicalmente sus facultades. Incluso la UE, a través del Reglamento 2017/1939 del Consejo, de 12 de octubre de 2017, nos ha obligado a prescindir de ella en los procesos donde conoce de la investigación la Fiscalía Europea.
Además, existe conciencia del problema por parte de ambos hemisferios del espectro político. Así lo demuestra el hecho de que, ya en 2001, renovar el modelo de enjuiciamiento establecido por nuestra actual LECrim fuera uno de los principales objetivos del Pacto de Estado para la Justicia firmado por PP y PSOE. En coherencia con ello, desde entonces, todas las propuestas legislativas dirigidas a actualizar el sistema procesal vigente, que data de 1882, suprimen la figura del juez instructor en beneficio del fiscal investigador y del juez de control o garantías.
Lo hacía el Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal de 2011, impulsado por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, así como el último texto de 2020 bajo el mandato del ministro Juan Carlos Campo. Pero también el Borrador de Código Procesal Penal de 2013, elaborado a petición del ministro Alberto Ruiz-Gallardón, bajo la dirección del magistrado del Tribunal Supremo, Manuel Marchena.
Tras casi 150 años desde la promulgación de nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, no parece lógico seguir manteniendo esta figura, ya obsoleta, que además de exceder la función encomendada por el artículo 117 de la Constitución al Poder Judicial -juzgar y hacer ejecutar lo juzgado-, pone innecesariamente en entredicho la imparcialidad de la judicatura al obligarla a señalar la responsabilidad penal del investigado, previamente al acto del juicio.
Hoy, que existe una preocupación generalizada por preservar la independencia del Poder Judicial en todas sus facetas, resulta más pertinente que nunca modernizar nuestro sistema de enjuiciamiento penal. Ceder la investigación al fiscal y otorgar al juez una posición de garante durante la misma es, sin duda, el primer paso.