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La firma

La paz no está de moda

"La sociedad está instalada en la cultura del conflicto"

"La sociedad está instalada en la cultura del conflicto"

Jesús Lorenzo Aguilar

Mediador y abogado, director del programa de Justicia Restaurativa de la Asociación Española de Mediación (Asemed)




Tiempo de lectura: 5 min

Publicado




La firma

La paz no está de moda

"La sociedad está instalada en la cultura del conflicto"

"La sociedad está instalada en la cultura del conflicto"



Dice la historia que España ha sido siempre más amiga de violencias y de guerras, que de pactos y de acuerdos. También nos cuentan las crónicas que, desde Felipe II, los ministros del rey siempre han sido tramposos y trapaceros.

De hecho, no olvidemos que el rey Felipe fue, quizás, uno de los hombres más poderosos de la historia del mundo, lo que supuso que el monarca tuviera formidables adversarios que le causaron grandes disgustos y perjuicios. Así, entre otros, podemos recordar a Isabel I de Inglaterra, al sultán Selim II, a Guillermo de Orange que rebeló a las provincias flamencas, a Enrique IV de Francia, al portugués prior de Crato, a los piratas berberiscos que asolaban las costas españolas tomando cautivos, a los protestantes y hugonotes que se rebelaron contra la fe católica, a los moriscos de la Alpujarras, a las Cortes aragonesas, y a su propia hacienda real, que quebró en cuatro ocasiones, lo que produjo hambrunas y penurias a la mayoría de españoles de aquella época.



Tanto fue el temor del rey a sus enemigos, que durante su reinado de 55 años, solo hubo seis meses de paz, según afirman muchos de los prestigiosos historiadores que han analizado su historia.

Pero ninguno de ellos le causó tanto daño como su ministro Antonio Pérez, que además de traicionarle, se pasó al enemigo y contribuyó a fomentar su leyenda negra, haciéndole pasar a la historia como un maléfico monarca que hizo más mal que bien a sus súbditos. Y eso, como ocurre en muchos casos, que era su amigo y protegido, lo que confirma que no hay peor conflicto que el que surge con amigos y familiares.



Este gobernante, como otros en nuestra historia, incluso en la reciente, siempre eligió la política de la confrontación a la del acuerdo, la de la fuerza a la de la razón, mientras decenas de miles de españoles sufrían las consecuencias, muriendo en todos los campos de batalla del mundo guerreando en nombre de su rey, mientras muchos de sus fieles súbditos pasaban hambre y escasez.



Y mientras tanto, su hermano Juan de Austria, quien le amaba y veneraba de corazón como al padre que nunca conoció, era apartado de España una y otra vez para acabar muriendo en un sucio rincón de Flandes, probablemente envenenado por el mismo ministro del rey que más tarde le traicionó.

Y se preguntará el lector del por qué de esta épica introducción si en esta columna siempre intento hablar de cómo resolver los conflictos aplicando los principios de la cultura de la paz.

La razón no es otra que la de poner de relieve que en España la paz no está de moda.

En nuestro caso, solo tenemos que asomarnos a la ventana informativa que cada uno de nosotros disponemos en nuestra casa para darnos cuenta que la sociedad española está instalada en la cultura del mantenimiento del conflicto permanente, sin que haya voluntad de resolverlos por otro método que no sea el de la confrontación.

Pero el uso de este método de resolución de conflictos tiene una clara contraindicación: generalmente, una parte pierde y otra gana, con las graves consecuencias personales y sociales que eso conlleva.

En mi ámbito de estudio e investigación, el de la resolución de los conflictos entre ciudadanos, ya hemos comprobado que cuando las partes se enfrentan para resolver un problema que les separa, porque tienen diferentes concepciones de cómo debe resolverse y utilizan para ello los mecanismos judiciales, la impresión que cada una tiene de la otra cada día será más negativa, hasta el punto de que si alguna vez tuvieron una relación de cariño, de amistad o familiar, esta se convertirá en un infierno, y les impedirá disfrutar de la vida, pues ese conflicto se instalará en su día a día, hasta el punto que cada mañana, cuando se levanten las partes en conflicto de la cama, se acordarán del enfrentamiento que mantienen y les impedirá disfrutar de todo lo bueno que la vida les ofrece, amargándolos la existencia.

Y no digo ya, cuando, por fin, después de muchos meses o años, se dicte la sentencia en la que un desconocido declare que una de las partes tiene razón y la otra no, y está, además de todo lo que ya ha sufrido emocionalmente, debe hacer frente al pago de todos los gastos de ese juicio que, encima, le ha quitado la razón.

Y así seguimos en nuestra sociedad española un siglo tras otro, fruto de la perversa interpretación que del modelo de resolución de conflictos se nos ha impuesto a los ciudadanos desde que Hispania era una provincia romana: la aplicación de un concepto autoritario en la aplicación del Derecho, en el que para que cualquier ciudadano que desee hacer un acto que corresponda a su esfera privada debe recurrir a la autoridad del Estado.

Si nos fijamos bien, en nuestro país, cuando una persona desea realizar un acto de derecho dispositivo de carácter personal, debe recurrir a un funcionario del Estado para que inscriba, revise, registre, informe, homologue, convalide, protocolice, liquide o sentencie el acto jurídico que voluntariamente ha acordado de acuerdo a su voluntad, para que tenga validez plena, a pesar de lo que se contiene, respecto a la autonomía de la voluntad, en el artículo 1255 del Código Civil.

¿Pero la existencia de ese paradigma de que los ciudadanos españoles debemos estar tutelados por el «papá Estado» es culpa de los ciudadanos?

La verdad es que estoy convencido de que, en parte, sí somos responsables de ello.

En mi servicio en los programas de mediación y Justicia Restaurativa que en la Asociación Española de Mediación (Asemed) llevamos a cabo durante hace muchos años, he podido comprobar que los ciudadanos, incluso los que están presos, en la mayoría de los casos están dispuestos a ceder parte de su libertad a cambio de que el Estado le ofrezca seguridad. Y eso, llevado a estos extremos penitenciarios, se llama prisionización, un concepto que supone la asimilación por parte del preso de un mayor grado de dependencia de quienes le custodian y que le imponen una serie de conductas que escapan de su control.

Pero esa necesidad de seguridad no solo alcanza a la exigencia del ciudadano a tener asegurado que por la sociedad se nos provea de los bienes que consideramos de primera necesidad, tales como la comida, sanidad, asistencia en la vejez o en la enfermedad, o la preservación de la integridad personal, el orden o la protección frente a los ataques de otras personas, si no que va mucho más allá, pues tenemos integrados en nuestros genes ser parte de un ente suprapersonal donde los gobernantes nos tienen que decir que es lo bueno para nosotros, eludiendo nuestra responsabilidad en la toma de las decisiones, más allá de lo que supone votar cada cuatro años.

Y, todo ello, para poder quejarnos amargamente, si después de todo, las cosas no vienen dadas como deseamos.

Sin embargo, las sociedades más avanzadas no son las más intervenidas, sino las que más libertad ofrecen a sus ciudadanos en la toma de sus decisiones personales, respetándolos y fomentándolas, utilizando los mecanismos de confrontación social en su justa medida y solo para aquellos casos en que la intervención del Estado esté realmente justificada.

Y en esa obligación de los poderes estatales entra también la de formar a la ciudadanía en libertad para empoderarnos y concienciarnos de que somos una sociedad madura, conformada por personas responsables de sus actos y capaz de resolver sus conflictos de manera autónoma, sin recurrir a mecanismos agresivos y frustrantes salvo para aquellos casos en los que se rompe la convivencia de una manera grave, ofreciendo a los ciudadanos otros medios para que se consiga desarrollar en las próximas generaciones una sociedad más pacífica y compasiva que la que actualmente sufrimos.

Ahora solo hace falta que se cambie ese paradigma de la confrontación por el de la mediación, pero eso es otra historia, pues para conseguirlo hay que aprobar un Proyecto de Ley que ahora está en el Congreso de los Diputados.

Y ya saben: Este país sigue siendo España y la paz no está de moda.

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