Pegatinas infamantes para la violencia de género en Bilbao
"Tratar la violencia de género desde una perspectiva integral"
(IMAGEN: FREEPIK)
Pegatinas infamantes para la violencia de género en Bilbao
"Tratar la violencia de género desde una perspectiva integral"
(IMAGEN: FREEPIK)
En el contexto del Derecho histórico español medieval, como indica Patricia Zambrana Moral en «La marca como pena en el Derecho histórico español: consideraciones sobre su naturaleza jurídica», la pena de marca se erige como un símbolo de ignominia, rememorando prácticas que castigaban a los condenados con signos visibles de su delito. Estas penas, que implicaban tanto el sufrimiento corporal como la deshonra perpetua, encuentran su paralelo en las pegatinas de advertencia que se colocan en los dispositivos infractores de los videojuegos hoy en día, evocando la memoria de una tradición punitiva donde la marca, como la decalvación en el Derecho visigodo, dejaba al individuo señalado de por vida.
En el Derecho visigodo, la decalvación, una forma de rapado o trasquilado de la cabeza, era una sanción infamante que, dependiendo de su severidad, podía incluir lesiones que marcaban de manera visible al reo. Esta pena, reflejada en diversas normas, se aplicaba no solo como castigo físico, sino también como un medio para infligir una infamia duradera. Del mismo modo, en la aplicación contemporánea, las pegatinas en los dispositivos electrónicos actúan como una «marca» moderna, señalando a los usuarios que han infringido normas, una reminiscencia simbólica de estos castigos infamantes.
El Derecho catalán, por su parte, conservó la marca como un castigo accesible en casos de insolvencia, siendo su aplicación similar a la decalvación visigoda, con el fin de perpetuar la infamia del delincuente. La señal de la cruz impresa en la cara del reo con un hierro candente, conocida como “croat”, no solo deshonraba, sino que lo hacía de manera visible y perpetua, asegurando que la comunidad reconociera a quien había violado la ley.
En otras regiones, como Castilla y Aragón, el uso de la marca y el trasquilado en cruz eran métodos habituales para castigar delitos como el falso testimonio y la hechicería. Estas prácticas, aunque infrecuentes en algunas áreas, se mantenían como una forma de señalización permanente del delito, asegurando que el infractor llevase consigo una prueba visible de su falta.
Con la llegada de la Edad Moderna, las penas corporales, incluida la pena de marca, comenzaron a desaparecer progresivamente, aunque no del todo. Incluso en el siglo XVII, estas sanciones se aplicaban esporádicamente, siendo reemplazadas por castigos como el servicio en galeras. Sin embargo, la función de la marca como herramienta para recordar la reincidencia delictiva continuó, como en el caso de los ladrones en Cataluña, a quienes se les marcaba la espalda con las armas de la ciudad.
El siglo XVIII trajo consigo la casi total desaparición de la pena de marca, con pocas excepciones, como en el caso de los gitanos bajo el reinado de Carlos III, quienes, si no abandonaban su estilo de vida, eran marcados en la espalda con un hierro ardiente. Esta práctica no era solo una medida punitiva, sino también un medio para controlar y disciplinar a grupos considerados marginales.
La Ilustración y la codificación penal del siglo XIX pusieron fin a estas prácticas, eliminando definitivamente las marcas junto a otras penas corporales, reflejando un cambio en la mentalidad punitiva hacia sanciones menos crueles y humillantes. Así, aunque la pena de marca desapareció del Derecho español, su legado ha podido persistir simbólicamente en una práctica moderna utilizada en Bilbao hasta hace escasos días: el etiquetado de personas denunciadas por violencia de género. Ello nos recuerda cómo la sociedad sigue aprovechando maneras de señalar y recordar a aquellos que violan las normas, aunque ese mismo método perjudica a las víctimas.
La implementación de un protocolo en los juzgados de violencia de género de Bilbao, que exige a investigados, abogados y testigos portar pegatinas identificativas, ha suscitado un intenso debate sobre las implicaciones jurídicas, éticas y psicológicas de tal medida. Esta iniciativa, diseñada con el objetivo declarado de evitar encuentros entre denunciantes y denunciados, y de gestionar de manera más eficiente la movilidad dentro de los espacios judiciales, ha encontrado una fuerte resistencia, especialmente por parte de la comunidad jurídica, que la considera un ataque directo a la presunción de inocencia, a la dignidad de los implicados y a los principios fundamentales de un Estado de derecho. Para comprender en su totalidad el alcance de esta controversia, es necesario desmenuzar los distintos aspectos y efectos de la medida, tanto sobre los investigados como sobre las víctimas, así como sobre el sistema judicial en su conjunto.
Uno de los pilares fundamentales sobre los que se construye cualquier sistema judicial moderno es la presunción de inocencia. Este principio conlleva que toda persona es considerada inocente hasta que se demuestre lo contrario en un juicio justo y conforme a la ley, atendiendo a lo previsto en los artículos 24 de la Constitución, 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, entre otras normas. Sin embargo, la exigencia de que los investigados porten pegatinas que los identifiquen como tales en los juzgados parece contravenir este principio de manera flagrante.
Hay que tener presente que el Libro Verde de la Unión Europea sobre la presunción de inocencia por la Comisión en 2006 es muy claro sobre el alcance de la institución:
«Ningún órgano jurisdiccional ni funcionario público puede declarar que el acusado es culpable de una infracción por la que no ha sido juzgado ni condenado. La presunción de inocencia se vulneraría si el acusado no hubiera sido previamente declarado culpable según la ley y no hubiera tenido la oportunidad de ejercitar sus derechos de defensa, y una decisión judicial sobre él reflejara la opinión de que es culpable. No obstante, las autoridades pueden informar públicamente de las investigaciones y expresar sospechas de culpabilidad, siempre que la sospecha no sea una declaración de culpabilidad del acusado16, y se manifieste con discreción y prudencia.»
Igualmente, en su Observación General nº 32 sobre el artículo 14, publicada el 23 de agosto de 2007, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas fue muy explícito en relación con el derecho a la presunción de inocencia:
«30. De conformidad con el párrafo 2 del artículo 14, toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad conforme a la ley. La presunción de inocencia, que es fundamental para la protección de los derechos humanos, impone la carga de la prueba a la acusación, garantiza que no se presuma la culpabilidad a menos que se haya demostrado la acusación fuera de toda duda razonable, asegura que el acusado tenga el beneficio de la duda, y exige que las personas acusadas de un delito sean tratadas de conformidad con este principio.
Todas las autoridades públicas tienen el deber de abstenerse de prejuzgar los resultados de un proceso, por ejemplo, absteniéndose de hacer comentarios públicos en que se declare la culpabilidad del acusado. Normalmente, los acusados no deberán estar esposados o permanecer en prisión durante el proceso, ni ser presentados ante el tribunal de alguna otra manera que dé a entender que podría tratarse de delincuentes peligrosos. Los medios de comunicación deberán evitar expresar opiniones perjudiciales a la presunción de inocencia. Además, la duración de la detención preventiva nunca deberá ser considerada indicativa de culpabilidad ni del grado de ésta. La denegación de la libertad bajo fianza o las conclusiones de responsabilidad en procedimientos civiles no afectan a la presunción de inocencia.»
Asimismo, la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 27 de febrero de 2007, que resolvió el caso Nešťák v. Eslovaquia, es muy precisa:
- «88. El Tribunal reitera que la presunción de inocencia bajo el Artículo 6 § 2 será violada si una decisión judicial o, de hecho, una declaración de un funcionario público respecto a una persona acusada de un delito penal refleja la opinión de que es culpable antes de que su culpabilidad haya sido probada conforme a la ley. Es suficiente, en ausencia de un fallo formal, que exista algún razonamiento que sugiera que el tribunal o el funcionario en cuestión considera al acusado como culpable, mientras que una expresión prematura de tal opinión por parte del propio tribunal inevitablemente contravendrá dicha presunción (véase, entre muchas otras autoridades, Deweer contra Bélgica, sentencia del 27 de febrero de 1980, Serie A no. 35, pág. 30, §§ 56 y 37; Allenet de Ribemont contra Francia, sentencia del 10 de febrero de 1995, Serie A no. 308, pág. 16, §§ 35-36). El Artículo 6 § 2 rige los procedimientos penales en su totalidad, «independientemente del resultado del proceso» (véase, entre muchas otras autoridades, Minelli contra Suiza, sentencia del 25 de marzo de 1983, Serie A no. 62, §§ 27, 30).
- En su decisión del 11 de octubre de 2000, el Tribunal Regional afirmó que se había probado que el solicitante había cometido el delito del que había sido acusado, que su motivo había sido la necesidad de dinero y que la forma en que se había cometido el delito indicaba el grado de corrupción del solicitante. El Tribunal enfatiza que debe hacerse una distinción fundamental entre una declaración de que alguien es simplemente sospechoso de haber cometido un delito y una declaración judicial clara, en ausencia de una condena definitiva, de que un individuo ha cometido el delito en cuestión (véase Matijašević contra Serbia, no. 23037/04, § 48, 19 de septiembre de 2006). El Tribunal encuentra que las declaraciones impugnadas en el presente caso implicaban la culpabilidad del solicitante antes de que fuera probada conforme a la ley.
- El hecho de que el solicitante finalmente fuera declarado culpable y condenado a una pena de prisión no puede anular su derecho inicial a ser presumido inocente hasta que se pruebe su culpabilidad conforme a la ley (véase Matijašević, citado anteriormente, § 49).»
Al obligar a un individuo a llevar un distintivo que lo marca públicamente como objeto de una investigación penal, se genera precisamente una percepción social de culpabilidad anticipada. Ello es particularmente preocupante en el contexto de la violencia de género, donde las emociones y prejuicios pueden estar exacerbados, y donde la identificación visual del presunto agresor puede inducir a un juicio prematuro por parte de quienes lo rodean en el espacio judicial.
Este tipo de señalización no solo vulnera la presunción de inocencia, sino que también coloca al investigado en una posición de indefensión y exposición pública que puede tener repercusiones graves y duraderas en su vida personal y social. El estigma de ser señalado como investigado en un caso de violencia de género, incluso antes de que se haya llevado a cabo el juicio, puede afectar profundamente la reputación, las relaciones personales y profesionales del individuo, generando un impacto que podría ser irreparable, aun en el caso de que finalmente se le declare inocente.
De este modo, el protocolo parece instaurar una forma de pena anticipada, una “pena de banquillo” que no tiene cabida en un sistema judicial que debe ser imparcial y respetuoso de los derechos humanos.
Además, esta medida podría interpretarse como una forma de coacción implícita sobre el investigado, al hacerle sentir observado y juzgado no solo por el sistema judicial, sino por todas las personas presentes en el entorno de los juzgados.
Este ambiente de presión podría influir negativamente en la conducta del investigado, afectando su comportamiento y, potencialmente, su defensa durante el proceso judicial. Desde una perspectiva psicológica, el estrés y la ansiedad generados por esta exposición pública podrían interferir en la capacidad del investigado para participar de manera efectiva en su propia defensa, comprometiendo así el derecho a un juicio justo.
Otro aspecto crucial que debe ser considerado es el impacto de esta medida sobre la dignidad humana de los implicados. La dignidad es un valor intrínseco que debe ser protegido por el Estado, especialmente en el ámbito judicial, donde las decisiones y medidas adoptadas pueden tener efectos profundos sobre la vida de las personas. Al obligar a los investigados, y en menor medida a los abogados y testigos, a portar pegatinas que los identifiquen, se está reduciendo a las personas a simples categorías procesales, despojándolas de su individualidad y de su derecho a ser tratadas con respeto y consideración.
En el caso de los abogados, la obligación de portar una pegatina identificativa parece especialmente absurda y ofensiva, dado que estos profesionales ya cuentan con mecanismos oficiales de identificación que garantizan su acceso y movilidad en las sedes judiciales. La imposición de un distintivo adicional no solo es innecesaria, sino que también denota una falta de respeto hacia su función como operadores jurídicos.
La abogacía es una profesión que requiere, además de conocimientos técnicos, un alto grado de integridad y decoro, aspectos que se ven comprometidos por medidas que trivializan su papel y los someten a una exposición pública innecesaria. Este tipo de medidas, lejos de mejorar el funcionamiento del sistema judicial, lo degradan, afectando la percepción pública de la justicia y minando la confianza en las instituciones.
La medida, aunque diseñada con la intención de proteger a las víctimas de violencia de género, podría paradójicamente contribuir a su revictimización. La revictimización o victimización secundaria se refiere al daño adicional que las víctimas pueden experimentar como resultado del trato que reciben tras haber sufrido la comisión del delito, en especial durante el proceso judicial. En este contexto, el uso de pegatinas identificativas, si bien busca evitar encuentros traumáticos entre denunciantes y denunciados, puede hacer que las víctimas se sientan marcadas y expuestas, lo que añade una capa adicional de sufrimiento a su experiencia ya de por sí dolorosa.
Para una víctima de violencia de género, el proceso judicial es un momento en el que se puede sentir extremadamente vulnerable, donde se enfrentan no solo a su agresor, sino también a un sistema que muchas veces puede parecer frío y distante. Ser identificada públicamente mediante un distintivo puede hacer que la víctima sienta que su privacidad ha sido invadida, aumentando su estrés y ansiedad. Además, este tipo de señalización puede reforzar el sentimiento de vulnerabilidad y de ser observada y juzgada por los demás, lo que puede tener un impacto negativo en su bienestar emocional y psicológico.
En lugar de aliviar la carga que supone participar en un proceso judicial, la obligación de llevar una pegatina identificativa podría hacer que las víctimas se sientan aún más expuestas y desprotegidas. Esta percepción podría disuadir a algunas mujeres de denunciar a sus agresores, por miedo a ser estigmatizadas o a sufrir una nueva forma de victimización en el ámbito judicial.
De este modo, el protocolo no solo podría estar fallando en su objetivo de proteger a las víctimas, sino que podría estar contribuyendo a perpetuar el silencio y la invisibilidad de la violencia de género, contraviniendo los esfuerzos por fomentar una cultura de denuncia y apoyo a las víctimas.
Desde una perspectiva ética, el protocolo también plantea serias preocupaciones. La justicia debe ser administrada de manera que respete los derechos y la dignidad de todos los individuos involucrados, independientemente de su rol en el proceso. Medidas que denotan a las personas mediante distintivos visibles corren el riesgo de transformar el espacio judicial en un escenario de señalamiento y exclusión, en lugar de ser un lugar donde se busca la verdad y se imparte justicia de manera imparcial.
Jurídicamente, el protocolo carece de un fundamento sólido que lo justifique. La ausencia de una base legal clara y de un marco normativo que respalde la medida aumenta la percepción de arbitrariedad, generando inseguridad jurídica. Esta falta de justificación legal pone en tela de juicio la legitimidad de la medida, y sugiere que el protocolo podría estar más orientado hacia la gestión operativa que hacia la protección de derechos fundamentales.
En un Estado de Derecho, cualquier medida que afecte los derechos de los ciudadanos debe estar debidamente justificada y ser proporcional a los objetivos que se persiguen. En este caso, la medida parece desproporcionada y carente de justificación adecuada, lo que la hace susceptible de ser considerada inconstitucional.
La decisión del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco de eliminar la medida es un reconocimiento implícito de las múltiples fallas y peligros que este protocolo encierra. El tribunal ha actuado en consonancia con los principios de un Estado de Derecho, donde cualquier medida que afecte los derechos fundamentales de las personas debe ser revisada y, en su caso, rectificada. Esta decisión pone de relieve la importancia de mantener un equilibrio entre la eficiencia operativa en los juzgados y el respeto irrestricto a los derechos de los implicados en un proceso judicial.
Además, esta intervención del tribunal subraya la necesidad de que las decisiones tomadas en el ámbito de la administración de justicia estén siempre alineadas con los principios constitucionales y los derechos humanos. Las medidas que, bajo la apariencia de ser prácticas o necesarias, terminan por vulnerar estos principios deben ser objeto de revisión y, si es necesario, eliminadas. Este caso sirve como recordatorio de que el sistema judicial debe estar siempre vigilante para no caer en prácticas que, aunque bien intencionadas, pueden tener efectos perjudiciales y contrarios a los valores que se pretende proteger.
Ciertamente, el protocolo de los juzgados de violencia de género de Bilbao que obligaba a los investigados, abogados y testigos a portar pegatinas identificativas ha puesto de manifiesto una serie de problemáticas profundas en la relación entre eficiencia judicial y respeto a los derechos fundamentales. Aunque la medida pudo haber sido concebida con la intención de proteger a las víctimas y mejorar la gestión del espacio judicial, sus implicaciones negativas superan con creces cualquier beneficio potencial.
La presunción de inocencia, la dignidad humana y la protección de las víctimas son principios que deben guiar cualquier acción en el ámbito judicial. Cualquier medida que los ponga en riesgo debe ser revisada con detenimiento y, si es necesario, modificada o eliminada, como ha sucedido en este caso. El proceso judicial debe ser un espacio donde se respeten los derechos de todos los implicados y donde la justicia se administre de manera imparcial y equitativa, sin caer en prácticas que puedan resultar en estigmatización, revictimización o vulneración de derechos.
Finalmente, este caso nos recuerda que la lucha contra la violencia de género debe ser abordada desde una perspectiva integral que no solo se centre en la protección de las víctimas, sino que también garantice un proceso justo y respetuoso para todas las partes involucradas. Las soluciones simples a problemas complejos rara vez son efectivas y, como se ha visto, pueden generar nuevas problemáticas que afectan la legitimidad y la eficacia del sistema judicial. Por ello, es esencial que cualquier protocolo o medida adoptada en este ámbito sea cuidadosamente evaluada en términos de sus implicaciones éticas, jurídicas y humanas, asegurando siempre que se respeten los principios fundamentales que sostienen nuestra sociedad.