TASAS JUDICIALES: CRÓNICA DE UN DESAFUERO
TASAS JUDICIALES: CRÓNICA DE UN DESAFUERO
El debate ha sido intenso, Domingo Sánchez Ruiz, uno de los coordinadores de la Plataforma de Interinos del sector público, en el uso de la palabra. (Imagen: E&J)
Por Sonia Gumpert Melgosa. Abogada. Abogada.
La exigencia del pago de tasas judiciales no es nueva en nuestro ordenamiento. Existieron hasta la Ley 25/1986, de 24 de diciembre, que las suprimió acogiendo numerosas voces contestatarias, entre las que destacó la doctrina procesalista.
Posteriormente, la Ley 53/2002, de 30 de diciembre las instauró de nuevo, aunque con el singular matiz de exención a las personas físicas y a las entidades total o parcialmente exentas del Impuesto de Sociedades.
La ley catalana 5/2012 va más lejos en su alcance, afectando a las personas físicas, con leves excepciones, marcando la senda del actual proyecto de ley de Tasas Judiciales estatal (¿se habrá reparado en la doble imposición?).
El artículo 119 de la Constitución Española reza que la justicia será gratuita, en todo caso, respecto de quienes acrediten insuficiencia de recursos para litigar; y el artículo 24 CE instaura la tutela judicial efectiva, regulación suprema que debería quedar grabada a modo de dintel en la frente del legislador.
Empero, la <<mens legislatoris>> parece ocupada, como telón de fondo rígido, con la idea de considerar la Justicia como un bien de consumo más que debe ser pagado por quien lo demande; la necesaria medida profiláctica para rebajar la litigiosidad, por ende, el coste de la Justicia; y, finalmente, una fuente de ingresos para garantizar la viabilidad de la Justicia Gratuita.
Estos planteamientos son de vacua dialéctica, artificiosos y de curioso barniz sofista.
En primer término, subyace cierta inspiración liberal –sin duda, mal entendida- del pago del servicio para quien pueda permitírselo, lo que se contrapone frontalmente con los principios de accesibilidad a la Justicia y de servicio público. Las tasas suponen una barrera para quien demande el amparo judicial en solicitud de protección, reparación, etc., lo que ineludiblemente implica un beneficio correlativo para la parte que lesiona el derecho de aquél. Basta como ejemplo una mera reclamación de cantidad por una deuda de 250.- €, o un recurso contra una multa administrativa de similar cuantía. El efecto inherente será un fomento indirecto de la morosidad o el ejercicio de un automatismo sancionador abusivo, a sabiendas que a la vía civil o contencioso-administrativa, respectivamente, llegará un mínimo porcentaje de casos; siendo éstos obra de una minoría de empecinados patológicos en la búsqueda de la justicia material, inasequibles al pragmatismo disuasorio.
La cosa no queda ahí, el Proyecto de ley –ya en tramitación en el Senado- prevé el pago de la tasa para la ejecución del título judicial; esto es, quien ya tiene reconocido el derecho y obtenida la condena, en caso de impago de la deuda, se verá abocado a un nuevo desembolso, nuevo listón a saltar, tan difícil de entender como obligado si quiere terminar el tramo final de la carrera.
En segundo término, causa perplejidad la desconfianza del legislador hacia el justiciable, diagnosticando -sin pruebas rigurosas- una fiebre querulante o impulso incontenible de litigar, que necesariamente deba ser pautado con trabas económicas que aplaquen los ánimos. Para neutralizar al demandante compulsivo, la ley ya da solución al problema previendo la condena en costas bajo el criterio objetivo del vencimiento, con tratamiento más severo para el demandante temerario y de mala fe.
Que el importe de las tasas se incluya en la condena en costas (al final del proceso) no atempera el efecto disuasorio, por la razón obvia que éste se producirá al principio del mismo, albores donde uno se tendrá que preguntar si merece la pena iniciar el camino.
Finalmente, en lo relativo a la Justicia Gratuita, al hilo de lo expuesto, el efecto inmediato será generar un incremento del reconocimiento del derecho, ergo mayor coste del servicio. El Proyecto de Ley prevé la exención subjetiva para quienes tengan reconocido éste (con referencia al IPREM multiplicado por dos o más, según parece). Una vez concedido, el justiciable “gratuito” no tendrá tasas ni tampoco habrá materialización de costas, en caso que se pierda, hasta que vaya a mejor fortuna en los tres años siguientes. El encarecimiento del servicio será inherente. Un espejismo con efecto rebote.
En otra vertiente de la misma colina se nos ofrece un discurso con tintes populistas de difícil encaje, cual es que las tasas coadyuvarán a sostener la gratuidad de la Justicia, cuando esta es sólo una parcela del servicio público global llamado Administración de Justicia que precisa de obligada dotación para su mejora, modernización, remuneración digna de Jueces, Fiscales, Secretarios, personal de la oficina, medios materiales, y no menos digna retribución de abogados de oficio, etc.
Si la tasa se compone de un importe fijo y otro variable en función de la cuantía, por puro sentido común será imposible saber a priori cuánto dinero se va a recaudar y en cuánto sufragará el coste del servicio. De ahí que no se alcance a comprender muy bien esa premisa de fomento de la gratuidad, más allá de la evidente obtención de más recursos para un servicio general que, paradójicamente, dejará de serlo por excluyente.
Dicho cuanto antecede, es obligado girar hacia la Abogacía institucional, buscándola con la mirada, porque con el oído apenas se escuchan vagos susurros que difícilmente perturban ese silencio sordo y en mansedumbre.
La conciencia de la Abogacía como función social parece, si aparece, taimada con sordina. Los Colegios de Abogados, corporaciones de Derecho Público a la postre, deben liderar la voz contra una Justicia exclusiva, excluyente y disuasoria. Los abogados somos los artífices primarios de la tutela judicial porque, al fin y al cabo, toda resolución –dicho sea lato sensu- principia por demanda letrada. Acordes a nuestro rol social, en esta crónica histórica de las tasas judiciales, debemos postular por que se escriba un nuevo episodio de supresión total o, al menos, parcial. El mal menor sería una tributación a partir de determinada cuantía, para que al menos en una franja de pretensiones, si hay acción, éstas no queden en vano.
Que la Justicia no sea una quimera de principios, esa debe ser nuestra voz.
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