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Editorial

La Honra

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Editorial

La Honra

(Imagen: el blog de DIGI)



Cuando en el Digesto y en la Instituta aparecía aquella precisión de ULPIANO intentando definir la Justicia como aquel «ius suum quique tribuere» o la virtud de la justicia como aquella «constans et perpetua voluntas» «ius suum quique tribuere» se difundía para aquel presente y para un futuro con vocación de perennidad una de las más grandes verdades básicas para la configuración de la convivencia y a la postre para alcanzar la paz social.

La clave de tamaña magnitud deviene de una palabra: el «suum», es decir, «lo suyo». Lo suyo no comporta solo una atribución de un contenido patrimonial, sino que representa todo aquello que, en función de la naturaleza y dignidad del hombre, corresponde a cada individuo.



Este «suyo» alude muy señaladamente a su honra, al respecto y a la consideración que merece, a su propia dignidad, pero no en abstracto, sino en cuanto persona individual, que está inserta en la sociedad, y presta sus servicios. Y es suya, su «honra» y en ella se incluye también respetar su derecho a poder desempeñar dignamente su misión específica.

Claro que el derecho crea conceptos abstractos como la presunción de inocencia, los derechos humanos, mecanismos de protección que generan reacciones indemnizatorias civiles, o disuasiones de tipo penal, procesos formales complicados, largos, y normalmente justos, pero inciertos a veces.

Estas reacciones no colman el contenido del respecto a lo suyo «ius suum quique tribuere», son solo sustituciones, sucedáneos de menor categoría. El «dar a cada uno LO SUYO» solo se tributa («tribuere») guardando un comportamiento que no cercene gratuitamente la honra y dignidad de la persona.



Por esto, si todo hombre tiene derecho a que le respeten «lo suyo» y cuando este hombre se incorpora a un honrísimo quehacer público, el cercenamiento no solo afecta a él sino a la misma sociedad, que sufre asimismo el zarpazo del cercenamiento agresivo de lo injusto.

Esta revista no es nadie para juzgar ni definirse ante acontecimientos concretos. Ni siquiera puede gozar de permisión para «juzgar», sin fundamento ni contienda, y muchísimo menos para proclamar cualificaciones más o menos precisas en base a un pseudo-ejuiciamiento que «de facto» se efectuaría, sin audiencia, ni defensa del afectado o de los afectados.

Por encima de todo, la virtud de la prudencia, el deber de autolimitarse en las propias facultades formales sin dañar a nadie injustamente («noemini laedere») es algo que interesa al bien común, y el bien común es aspiración de todos.

Y esto es lo que es: solo una viva exhortación.

Dr. D. José Juan Pintó Ruiz

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