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La firma

Abogadas por la Igualdad

Mª Eugenia Gay Rosell

Decana del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona.




Tiempo de lectura: 3 min



La firma

Abogadas por la Igualdad



Encabezar las líneas de una editorial siempre es una tarea que se asume con grandes dosis de ilusión y a la vez de responsabilidad, especialmente después del triste fallecimiento de quien fuera Decano emérito del Colegio de la Abogacía de Barcelona, el magnífico jurista y querido amigo José Juan Pintó Ruiz, fundador de esta revista que firmó su tribuna durante tantos años; sin lugar a dudas, un referente para muchas generaciones de juristas.

Quienes entendemos el Derecho como él, sabemos que el ordenamiento jurídico debe ir más allá y apostar, como él decía, “por la sobriedad, la sencillez y la grandeza inmensa de respetar la humanidad”; y tal coherencia en la búsqueda de la paz social por parte de la norma escrita solo es posible bajo la guía de la igualdad, pues además de ser un derecho fundamental, constituye un principio universal reconocido en numerosos textos y tratados internacionales, que se relaciona íntimamente con la libertad y la justicia.



La igualdad ha sido una de las grandes reivindicaciones de la historia contemporánea, tal y como se expresó a través de un incipiente movimiento feminista cuyos inicios podemos situar en la propia Revolución Francesa de 1789. Pese al triunfo de los valores de la Ilustración de «Liberté, Égalité et Fraternité», Olympe de Gouges nos hizo ver de manera temprana con su Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana del año 1791, la enorme contradicción que suponía referirse a la igualdad formal únicamente bajo la fórmula masculina.

Y no se trataba de una cuestión meramente semántica, pues la concepción de ciudadanía aludiendo únicamente a los “hombres” era el reflejo de cómo las mujeres ocupaban un segundo plano en la sociedad, de acuerdo con una falsa idea de feminidad mediante la cual se las preparaba para convertirse en madres, esposas y cuidadoras. Sin embargo, y como señaló la filósofa inglesa Mary Wollstonecraft en su obra Vindicación de los Derechos de la Mujer del año 1792, “las desigualdades entre los hombres y las mujeres son tan arbitrarias como las referidas al rango, la clase o los privilegios; todas aquéllas que el racionalismo ilustrado había criticado e identificado”.

El eco de la lucha contra las desigualdades estructurales respecto a los hombres también estuvo presente en Estados Unidos a través de los movimientos sufragistas, del que resulta destacable como expresión del mismo la Declaración de Séneca Falls de 1848; así como en otros rincones del planeta como Australia o Nueva Zelanda, siendo éste el primer país del mundo en reconocer el derecho de voto de las mujeres en el año 1893.



En España, la conquista del sufragio femenino -proclamado por primera vez en nuestro país con la Constitución republicana del año 1931- vino de la mano de Clara Campoamor, cuyo ejemplo debe servirnos, junto al de otras tantas mujeres, para seguir extendiendo la igualdad a todos los niveles hasta que ésta pase a ser una realidad plena y sin excepciones.

Precisamente, ese es el espíritu de la Ley Orgánica 3/2007 para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres, en cuyo preámbulo podemos encontrar un pasaje de la obra El sometimiento de la mujer -escrita por John Stuart Mill y Harryet Taylor Mill- que resume la esencia de lo que el legislador pretende con esta norma: alcanzar una “perfecta igualdad que no admitiera poder ni privilegio para unos ni incapacidad para otros”.

No obstante, y aún en pleno siglo XXI, la igualdad sigue siendo un objetivo por el que las mujeres, especialmente las abogadas, debemos continuar trabajando con la audacia y la valentía de quienes nos precedieron, pues persisten numerosas situaciones que reflejan un insoportable desequilibrio, como son la existencia de la brecha salarial, el denominado techo de cristal, la infrarrepresentación femenina en los órganos de decisión y representación tanto de entidades públicas como privadas, así como una política de conciliación que se muestra claramente insuficiente.

Tales desigualdades se manifiestan todavía con mayor intensidad en las jóvenes, quienes sufren una doble discriminación con motivo de la edad y del género. A nadie se le escapa que la juventud y la maternidad no se viven de la misma manera entre los hombres y las mujeres, tanto desde el punto de vista laboral como familiar, precisamente por la falta de la corresponsabilidad como principio que debería vertebrar y facilitar la compatibilidad entre lo profesional y lo doméstico en sentido amplio.

Los Colegios de la Abogacía han de asumir un liderazgo fuerte para fomentar los planes de igualdad en los despachos, así como el empoderamiento y la promoción del talento femenino, que son hoy más necesarios que nunca.

Por eso, como Abogacía, nunca podemos dejar de reclamar de los poderes públicos la mejora constante del ordenamiento jurídico a través de reformas cuyo propósito sea el de proyectar la igualdad de la forma más amplia posible para evitar que se sigan perpetuando los estereotipos de género que tan gravemente afectan a la mitad de la población. Sin plena igualdad no es posible hablar de una verdadera democracia pues como siempre ha defendido con enorme acierto Michelle Bachelet, no es posible construir una democracia sino es bajo la guía de la equidad.

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