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Despachos y Abogados

La difícil labor del juzgador

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Despachos y Abogados

La difícil labor del juzgador



Nunca antes habíamos asistido, y hablo en mi condición de juez, a una presión mediática tan importante y constante como desde hace unos años atrás.

No hay periódico, programa de radio, de televisión o sitio en las redes sociales que se resista a comentar los más variados asuntos relacionados con los procedimientos judiciales en instrucción, la celebración de juicios, con conexiones en riguroso directo, la difusión de amplios resúmenes diarios, con la participación de los más inimaginables tertulianos, y las variopintas interpretaciones de las resoluciones y sentencias dictadas en cualquier instancia.



Y lo anterior afecta, por igual, a las decisiones de cualquier tribunal, ya sea de instancia, Superior de Justicia, Audiencia Nacional, Tribunal Supremo o Tribunal Constitucional, por no añadir, aunque en menor medida o, si se me permite, con menor fervor y apasionamiento, la de los Tribunales de Justicia de la Unión Europea o Europeo de Derechos Humanos.



En cualquier caso e independientemente del asunto enjuiciado, el punto de mira recae en el juez o jueces responsables de la tramitación o resolución, hasta el extremo de ir más allá de lo informativamente relevante para aventurarse en cuestiones puramente personales del juzgador.

Con lo anterior no estoy criticando el legítimo y constitucional derecho de expresión por medio de la información veraz difundida a través de los medios de comunicación social, sino la opinión no versada en derecho de quienes, sin mayor información que la que hayan podido digerir en apresurada lectura, sin interpretar o sopesar la resolución judicial servida a debate, o haciéndose partícipes de cualquier estado de opinión al que hayan accedido sin contrastar la fuente informativa y, por tanto, desprovista del necesario análisis y rigor, recabando al efecto un adecuado y prudente conocimiento que sólo vienen dados de la mano del estudio y la experiencia, se permiten dejar títere sin cabeza y a poner en el ojo del huracán a todos quienes, sin distinción, nos dedicamos a juzgar y a hacer ejecutar lo juzgado, en expresión del art. 117.3 de la Constitución española.



Y digo bien, sin distinción alguna, metiendo en el mismo saco a los más de 5.551 magistrados y jueces que ejercen a lo largo y ancho de España ( a 1 de enero de 2018), sin considerar que para la gran mayoría de nosotros la mejor fórmula para administrar una justicia objetiva e independiente, sólo sometida al imperio de la ley, consiste en mantener el anonimato, huyendo del protagonismo y de cualquier debate que no tenga su legítimo curso en los infranqueables muros del procedimiento judicial.

Cierto es que nuestra profesión no goza de buena salud y reputación en las estadísticas. Para el novelista Lorenzo Silva, en unas jornadas celebradas en 2018  en el Palacio de la Magdalena (Santander), el papel de un juez no es nada fácil debido a su lenguaje arcano, su intelectualidad, y a que sus funciones desde el estrado riñen con la acción y la impresión de realidad que se busca en la ficción, lo que hace complicado que esta figura resulte atractiva desde el punto de vista artístico, convirtiéndolo más en villano que en héroe.

Es probable, por descontado, que más de uno considere tales comentarios como una defensa corporativista a favor de un selecto y reducido colectivo de profesionales al servicio del Estado, que no admiten ni por asomo ser objeto de nunguna crítica y que sólo velan por sus privilegiadas condiciones.

Para quienes así opinen lamento decirles que se equivocan. En el curso del año pasado, las cuatro asociaciones profesionales de jueces y magistrados más representativas, a las que se adhirieron las tres asociaciones de fiscales, se unieron para convocar diversos paros en toda España en apoyo de las 14 propuestas básicas para mejorar la Justicia, que fueron presentadas durante el mes de julio ante el Congreso de los Diputados y, entre las cuales, están la recuperación del poder adquisitivo, perdido con la crisis en el 2008, y la necesidad de incrementar la independencia judicial.

Pero hay otro factor de enorme trascendencia junto con el resto de reivindicaciones, y es la excesiva carga de trabajo, puesto que, en contra de lo que algunos o muchos piensen, nuestra labor está sometida a una importante y, en ocasiones, sofocante presión y responsabilidad no adecuadamente retribuida y, en más ocasiones de las admisibles, con unos medios humanos, materiales y técnicos que pueden y son mejorables.

Este aspecto ha sido objeto de una demanda de conflicto colectivo interpuesto por la Asociación Jueces para la Democracia (JpD), Asociación de Jueces y Magistrados Francisco de Vitoria (AFV), Asociación Profesional de la Magistratura (APM) y Asociación Foro Judicial Independiente (FJI), contra la sentencia de 12 de febrero de 2018 dictada por la Sala de lo Social de la Audiencia Nacional, en el procedimiento núm. 251/2017, seguido contra el Consejo General del Poder Judicial, Ministerio de Justicia y Comunidades Autónomas de Galicia, Valenciana, Madrid, País Vasco, Canarias, Cantabria, Cataluña, La Rioja, Andalucía, Aragón, Principado de Asturias y Comunidad Foral de Navarra.

La precitada sentencia. afirma que no se cuestiona que el CGPJ habría incumplido su obligación, documentada en el Plan de Prevención de Riesgos Laborales de la Carrera Judicial 2015-2016, de regular la carga de trabajo de jueces/zas y magistrados/as a efectos de salud laboral, al aseverar que «Hemos constatado …que a día de hoy no se ha elaborado la carga de trabajo que cabe exigir, a efectos disciplinarios, al Juez o Magistrado. Tampoco ha fijado, a día de hoy, los objetivos para cada destino a efectos retributivos, previstos en el Capítulo III de la Ley 15/2003, de 26 de mayo, reguladora de las retribuciones de las carreras judicial y fiscal, ni ha elaborado tampoco un módulo de salida, en el que se determine de forma abstracta o general las cargas máximas de trabajo a efectos de salud laboral. Consiguientemente, a día de hoy, no se ha elaborado y aprobado conjuntamente por el CGPJ y el MJU, oídas las CCAA en las materias que afecten a su competencia, los sistemas de racionalización, organización y medición del trabajo, que se estimen convenientes para determinar la carga de trabajo que pueda soportar un órgano judicial».

En todo caso, a nadie puede interesarle, ocuparle y preocuparle más que a un juez contemplar impasible que el número de asuntos que entran por registro es superior a las posibilidades reales de poder resolverlos en un plazo comprensiblemente breve, lo que impide su sereno y reposado estudio, lo que conlleva un aumento de los asuntos pendientes por resolver y unas fechas de señalamiento y de dictado de las resoluciones judiciales más allá de unos plazos mínimamente dignos.

Según estadísticas del propio CGPJ, en el conjunto de los órganos judiciales españoles ingresaron durante el año 2018 un total de 5.993.828 asuntos, un 2% más que los ingresados en 2017, mientras que la tasa de congestión y, especialmente, la de pendencia han aumentado entre 2017 y 2018, disminuyendo la tasa de resolución. En términos absolutos, durante 2018 los jueces españoles dictaron un total de 1.488.772 sentencias, un 3,4% menos que las dictadas en 2017, mientras que al final de 2018 estaban tramitándose 2.370.623 procedimientos de ejecución, un 1% menos que al terminar el año anterior. De ellos el 80,8% eran civiles, el 16,8% penales, el 0,6% contencioso-administrativos y el 1,7% sociales.

Repárese en la situación de indefensión que se produce al preso con prisión provisional a la espera de juicio, o la del trabajador pendiente de que se declare la improcedencia de su despido y la posibilidad de ser readmitido, con el percibo de sus salarios de tramitación, o le sea abonada su indemnización legal, o de quien ha solicitado el reconocimiento de una invalidez permanente o una pensión contributiva de jubilación, por tan solo citar algunos ejemplos.

Sentado lo anterior y retomando el hilo del discurso en cuanto a la presión ejercida sobre los jueces, no voy ahora a profundizar respecto de la que padecen en concreto aquellos compañeros que se ven inmersos en procedimientos de trascendencia mediática o social de indiscutible complejidad legal y procesal, sino a la soledad que, de común, nos afecta a todos por igual en el desempeño de nuestra labor.

Existen colectivos profesionales, como los arquitectos, ingenieros, cirujanos e, incluso, otros operadores jurídicos (abogados, graduados sociales o procuradores) que debaten y deciden colectivamente en solidaria y común armonía y comunión de intereses, contrastando sus dudas y alternativas.

Pero ese no es el caso del juzgador. El juez se enfrenta a la soledad más extrema en el estudio previo de las actuaciones, en la celebración del juicio y de sus posibles incidencias y, en último término, en la redacción de la resolución. Debe enfrentarse a la duda del resultado de la prueba practicada, de la norma a aplicar y de cómo interpretarla en el caso concreto enjuiciado, resolviendo, como no podía ser de otro modo, en justicia.

Una soledad con la que debemos enfrentarnos sin más recursos que adecuar los hechos probados a las normas legales de preceptiva aplicación y siempre acorde con la doctrina jurisprudencial vigente, velando por el respeto de los derechos fundamentales y libertades públicas, estimando o desestimando las pretensiones de las partes, guiándonos por los únicos criterios admisibles en derecho, esto es, la imparcialidad, la objetividad y la legalidad, y sin dejar más margen que el necesario a la duda y menos aún al error, entendido éste no como un obstáculo del justiciable para poder recurrir a instancias superiores donde poder revisar la decisión de instancia, sino como el compromiso ineludible del juez con su deber de impartir justicia.

Una soledad que nos aisla de nuestro entorno social y familiar durante jornadas interminables, sacrificando días festivos y fines de semana, con el único propósito de satisfacer el constitucional derecho del ciudadano a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos sin indefensión alguna, lo que no siempre es fácil conseguirlo dentro de plazos previsibles y razonables.

Y a lo anterior se une la necesaria asistencia a cursos de formación, la participación en seminarios, conferencias o clases, por no decir de quienes sentimos la vocación de la escritura, investigando o, simplemente, divulgando la ciencia del Derecho, porque éste, como sinónimo de Justicia, nos impone estar constantemente actualizados haciendo realidad el aforismo «Da mihi factum dabo tibi ius».

Aún con todos estos inconvenientes, una cosa resulta evidente y es la vocación, entrega y profesionalidad con que los jueces nos enfrentarnos en el día a día, en el convencimiento de que, como servidores públicos, nos debemos al valor inquebrantable y supremo de la Justicia.

La Justicia en nuestro país debe enfrentarse actualmente a varios retos: consolidar la imagen de su plena independencia, objetividad e imparcialidad, como poder constitucional del Estado, ganarse la confianza de la sociedad, afrontar los retos de los grandes avances sociales, culturales, económicos y tecnológicos de la sociedad global, y racionalizar su funcionamiento desde parámetros de eficacia y rendimiento compatibles con su adecuada carga de trabajo.

Se trata de un reto diario en el que el resto de operadores jurídicos, como abogados, graduados sociales o procuradores, debe participar y colaborar con los jueces en conseguir una justicia agil, efectiva y garantista de los derechos de los ciudadanos.

Son muchas las reflexiones que dejo en el tintero y que daría para explicar mucho más, pero pienso que lo más importante está someramente enunciado, o eso al menos es la intención de estas breves pero sentidas y sufridas reflexiones.

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