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Al día

Sobre las «horas de audiencia» y la dedicación laboral del personal jurisdiccional español.

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Al día

Sobre las «horas de audiencia» y la dedicación laboral del personal jurisdiccional español.

El debate ha sido intenso, Domingo Sánchez Ruiz, uno de los coordinadores de la Plataforma de Interinos del sector público, en el uso de la palabra. (Imagen: E&J)



 

La percepción de toda cuestión, controvertida o no, muestra tantas perspectivas como personas abordan su estudio, pero en ocasiones quedan ocultos datos que afectan sesgadamente la valoración del problema planteado, porque así se quiera intencionadamente, porque la ignorancia sea muy atrevida o por cualesquiera otras causas que puedan imaginarse. Y la eventual crítica que se pretenda perderá, significativamente, legitimidad científica y práctica. Más que una réplica, quepa considerar las siguientes notas como complemento del artículo-cuento  publicado en esta misma Revista el pasado octubre, sobre Reforma de la Justicia.



1. El trabajo del juez dentro y fuera de la Oficina judicial.

Las horas de presencia física del juez en el Juzgado suelen anudarse a la noción de audiencia pública servida por el personal jurisdiccional para realización de actos procesales con inmediación y atención a profesionales y público en general. Ese tiempo viene principalmente absorbido por las sesiones orales de los juicios, vistas incidentales y audiencias previas en la primera instancia, o los juicios de faltas y declaraciones de imputados, testigos y peritos en la instrucción penal, lo que es similar en otro tipo de órganos jurisdiccionales, que obviamente se “duplica” en los Juzgados mixtos y se relativiza significativamente en los órganos colegiados donde las vistas orales no suelen tener lugar –principalmente en el ámbito jurisdiccional civil–. A todo lo anterior se suma el despacho ordinario de asuntos con el Secretario judicial y resto de funcionarios, incluyendo consultas específicas y solicitudes de minuta, en su caso admisión de demandas/calificación de denuncias y atestados, firma del trámite ya minutado –bien concretamente, incluso a través de modelos formularios, bien por establecimiento previo de criterios generales de aplicación– y resolución de recursos no devolutivos. En muy menor medida se dispone ese tiempo para la recepción física de las partes –normalmente sus abogados–, que no debiera ser posible si todos los litigantes no tienen oportunidad de acudir, por obvias exigencias de igualdad y transparencia, lo que permite su anticipación por agenda. Por consiguiente, el grueso del trabajo judicial se posterga más allá de las “horas de audiencia”, decidiendo por auto o por sentencia cuestiones controvertidas –incluyendo aquellas en las que media rebeldía procesal, donde la ausencia de contradicción no siempre facilita la resolución, antes al contrario– o pacíficas desde el punto de vista fáctico pero discutibles en lo jurídico. Y aunque hay jueces que permanecen en la oficina judicial con ese fin, es de lógica pensar que la tarea pueda efectuarse con mejor disposición fuera de ella, sin perjuicio que en el domicilio particular se utilicen los medios propios y no los que se encuentran en el despacho profesional, del que no suele extraerse el ordenador personal cuando éste es portátil o las conexiones on line para acceder a las bases jurídicas y jurisprudenciales al uso.
En definitiva, cuando se abandona el Juzgado se arrastra hasta casa, físicamente, el trabajo más importante, sin poder establecer una nítida diferenciación entre lo uno y lo otro. En cierto sentido, pues, cabe afirmar que el juez carece de horario, circunstancia que sorprende o solivianta a muchas personas, que exigen la necesidad de que el juez “fiche” su entrada y su salida del despacho profesional.
La casi absoluta libertad horaria permite al juez –y es sin duda un privilegio–, establecer su propia agenda, determinando los días y las horas de señalamiento –no en vano caballo de batalla, aunque fundamentalmente por otras razones–, y poder llegar al Juzgado mucho después que el resto de funcionarios, o irse antes que ellos, “conciliando” la vida familiar y personal en aquellas situaciones donde otros trabajadores solicitan permiso específico para ausentarse. Pero finalmente, el pretendido beneficio acaba siendo un perjuicio, en tanto será el tiempo personal y familiar, tardes y noches, fines de semana y festivos, el que acabará ocupándose para llevar a efecto la función de juzgar cada una de las causas en el despacho-hogar. Y ese menoscabo acaba por ser inevitable, inherente a la tarea jurisdiccional, porque si se pretendiese que, en el horario establecido para la actuación pública judicial, el juez hiciera todo lo que hace cuando está en el Juzgado y, además, dictara sentencias y autos de fondo, no existiría tiempo material suficiente. Para ello sería preciso despejar de señalamientos las agendas, y junto a la previsión de juicios prever también el tiempo que se tardaría en estudiar las argumentaciones de las partes, las pruebas practicadas y la base jurídica aplicable. Y claro está, también debería incluirse el examen del estado de la doctrina científica y jurisprudencia para el caso, que en buena medida no es necesario por reiteración de supuestos de hecho similares, pero que la falta de una auténtica formación continuada, y aun con ésta, el casuismo de la práctica impone de necesidad, acumulándose inexorables las horas de ese estudio adicional.
Dicho sea que existen jueces excesivamente “flexibles”, que por norma no acuden al Juzgado determinados días de la semana, que obviamente desconocen la obligación de presencia en la oficina judicial en atención a las horas de audiencia, que no sólo están alejados de la actualidad jurídica sino que apenas abordan el material a disposición en las causas que les ocupan, que no practican la inmediación sino tienen más remedio –en las vistas orales contradictorias– y que poseen un sexto sentido para plantear inhibiciones y eludir las normas de reparto que les corresponden. Pero en términos generales, y en cierto modo a causa de ese tipo de ejemplos contra el deber ser –y por supuesto los característicamente politizados–, el juez que vive en el anonimato del día a día padece un buen número de críticas vinculadas al desconocimiento del trabajo que realmente realiza, incomprensión que se extiende a su salario, ajeno a la cualificación que exige y la responsabilidad que conlleva –aunque no sea políticamente correcto decirlo, máxime en la situación económica actual–, amén que la función constitucional desempeñada parezca no alcanzar el respeto y dignidad que le es inherente, desde los Poderes legislativo y ejecutivo y su reflejo presupuestario hasta la opinión pública.
Quepa inciso recordatorio de que en 2008 la ratio juez/100.000 habitantes era de 9,80 (la media europea es de 19), que seguimos en cola para alcanzar a países como Azerbaiyán, Armenia, Dinamarca, Turquía, Malta y Georgia –los únicos que en 2006 estaban por detrás de España según el Informe para la eficacia de la Justicia emitido ese año por la Unión Europea–, y que a la proporción mencionada deba añadirse la tasa de litigiosidad española, significativamente más alta que la que tiene lugar, por ejemplo, en Gran Bretaña, Francia, Alemania o Italia.

2. Fiestas, vacaciones y permisos



Es sabido que los jueces de instrucción realizan guardias, especialmente en Juzgados mixtos donde ven reducidos los tiempos de señalamiento civil a pesar de que celebren juicios durante el servicio de guardia. En unos partidos judiciales más que en otros ocupan sábados y/o domingos porque deben acudir al Juzgado por la puesta a disposición de detenidos, existiendo demarcaciones con Juzgados únicos –y en guardia permanente– y más numerosas con dos o tres Juzgados –en guardia cada dos o tres semanas–, lo que inevitablemente acaba afectando, también con menor o mayor fortuna, los días de vacaciones nacionales, autonómicas o locales establecidas. Y no se piense que existe en todo caso una compensación económica de ese tiempo; el juez y secretario judicial cobran incluso menos que el resto de funcionarios: en guardias de disponibilidad cada uno de los dos primeros perciben 138,01 euros y los últimos, por ejemplo en Cataluña, 80 euros más, con día adicional de permiso si trabajaron domingo o festivo, y con reducción de horas en jornadas ordinarias según hubieran trabajado determinado tiempo en sábado.
De otro lado, no parece criticable que los jueces disfruten días de vacaciones, si bien conviene saber que hasta ahora –establecidos 22 días hábiles– los 30 naturales sufrían el inconveniente de las guardias para quien las tuviera, no siempre fáciles de sustituir; sobre todo con determinadas reglas exigidas para la autorización de vacaciones –disfrute en sólo dos períodos, previsiblemente agosto, siempre con presencia de un titular en el partido– en ocasiones imposibles de cumplir asumiendo guardias y con presencia de jueces sustitutos, lo que incluso suponía la pérdida de días de vacaciones. Paralelamente, los abogados y procuradores no esquivan problemas graves de disponibilidad cuando se advierte su necesidad para actuaciones civiles urgentes o instrucción penal en el mes de agosto.
Por último, los permisos por asuntos particulares suman 18 días al año, pero no más de tres hábiles consecutivos cada mes, y buen número de jueces no utiliza todos esos días de permiso dadas las circunstancias –a veces ninguno–, sin olvidar que quepa servirse de ellos a fin de poder resolver, fuera de las tareas más cotidianas de la Oficina judicial en horas de audiencia, sentencias acumuladas o simplemente más complejas.

3. Formación jurídica

La formación continuada de jueces y magistrados se estructura a través de un sistema de cursos para muchos agotado, pero con independencia de su mejora o sustitución, pensar que a su través se obtienen días de descanso o vacaciones encubiertas ofrece múltiples reflexiones, principalmente la de no tomarse en serio la necesidad formativa que todo juez precisa desde su ingreso en la carrera judicial hasta su jubilación, lo que naturalmente comienza con la toma de conciencia del propio interesado.
La continua puesta al día resulta inevitable, y no sólo ante el constante número de reformas legislativas que tienen lugar, sino por la evolución jurisprudencial y doctrinal que todo personal jurisdiccional ha de conocer y estudiar sin demora. No es posible negar que, ciertamente, muchos de los cursos que ofrece el Consejo General del Poder Judicial, o en su caso los organismos de las CCAA ocupados de la formación jurídica, permiten “escapadas” o reuniones de compañeros de promoción o destino, presencia con reducido o nulo interés, firma de asistencias que luego no tienen lugar, etcétera. También es cierto que contra más reciente haya sido el ingreso en la carrera judicial más difícil es obtener la asignación de cursos y que, cuando ello ocurre –y a pesar de que el juez convocado disfruta licencia específica– no resulta extraño que deba renunciarse porque no exista posibilidad de sustitución externa en el Juzgado, y se rehúse el “consejo” de suspender señalamientos y posponerlos a otro momento. De cualquier modo, debe advertirse que, para muchos, separarse de la familia durante tres o cuatro días no es ningún placer, mientras que los cursos que suelen requerir mayor empeño y dedicación –por meses o durante un año incluso– son los que se realizan on line, por lo que el juez debe sacar de su propio tiempo el necesario para concluirlos, incluyendo pruebas, ejercicios e incluso exámenes o controles, cuando teóricamente está realizando una tarea formativa que habría de atribuirse al tempus laboral, no al personal o familiar como sin embargo ocurre, y que supone un esfuerzo adicional, no un período vacacional o de descanso intelectual.

4. La falsaria inmediación

El Secretario judicial suele reivindicar su labor como fedatario público; recuérdense panfletos de pasadas huelgas donde se leía: “Ni gestores de personal. Ni lectoras de sus señorías. La fe pública procesal es una garantía constitucional”. Pero esa fe brilla por ausencia en la práctica, salvo acaso en vistas donde, si media grabación audiovisual, devenga significativamente relativizada –lo que en cierto modo ha abordado la última reforma procesal (art. 147 LEC, desde 4/5/2010)–. No cabe duda que, de cumplirse la Ley, las labores del Secretario judicial resultarían seriamente afectadas, en tanto es habitual que sin haber estado presente firme (dando fe) actas, comparecencias, diligencias de investigación, ofrecimientos de acciones, lecturas de derechos de derechos, etcétera. Sin embargo, dado el grado de importancia sustancial de unos y otros actos procesales, y a pesar de las antes dichas reivindicaciones de sus protagonistas, pueden diferenciarse supuestos de mayor o menor relevancia. Para un imputado inevitablemente asistido por su letrado al prestar declaración como tal, la fe pública del Secretario judicial puede ser relevante en muy determinados aspectos, pero la lectura del acta confeccionada y su firma por el propio interesado y su asesor letrado suprimen en buena medida los riesgos para los que en definitiva está pensado el legislador al establecer el cometido del fedatario.
En cambio, entre otros supuestos, la presentación para cotejo entre documentos originales y su copia simple, y la siempre habitual de poderes, cuenta exclusivamente con el Secretario judicial –que no puede delegar– para salvaguardar la función fedataria. Llama la atención que, cuando determinadas incorrecciones de algún Secretario judicial se han puesto de manifiesto ante su superior a través del juez decano (art. 168.2.b LOPJ), la respuesta haya sido que éste carece de competencia, eludiendo, en definitiva, la cuestión de fondo. Por ejemplo, respecto a cotejos de poderes y documentos practicados por auxilios judiciales (sic) en un Servicio Común Procesal (v. Acuerdo de 30-V-2008 emitido por la Secretaria de Gobierno del TSJ de Cataluña).
De otro lado, la inmediatez y comodidad que al propio letrado o procurador le supone, en la mayoría de situaciones, contar con que esta actividad se practique por un gestor (oficial) o un tramitador (auxiliar), o incluso por un auxilio (agente) judicial, supone la abierta “connivencia” con ese tipo de prácticas, como ocurría con las “instructas” o la práctica de comparecencias previas y pruebas en la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881, o como lamentablemente ocurre hoy día, al parecer, cuando el juez pide por escrito las conclusiones (orales) de un juicio ordinario u otros ejemplos rocambolescos.
La ausencia del juez comparte similares argumentaciones. Para un testigo que ratifica su denuncia, y que en el fondo ha sido llamado a la instrucción judicial para ser informado de sus derechos y acciones por no haberlo hecho la Policía judicial, la inmediación judicial se advierte en buena parte inútil, pues la declaración en sí misma en absoluto resultará imprescindible –incluso supone victimización secundaria– si no se trata de ampliar lo expuesto ante la policía o corregirlo/aclararlo de algún modo, por lo que el juez puede no tener ninguna pregunta que formular sobre lo denunciado o declarado anteriormente. Cuestión otra que, concluida la instrucción, el Ministerio fiscal que prescindió de acudir a la declaración del testigo pretenda determinadas preguntas, a través de diligencias complementarias, y que habitualmente, de admitirse éstas, no formulará oralmente y en el acto –como debe– sino que adela

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