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Actualidad

DANA: cuando las instituciones fallan en proteger a sus ciudadanos

"Crisis del Estado, crisis del Derecho"

(Imagen: RTVE)

Álvaro Perea González

Letrado de la Administración de Justicia




Tiempo de lectura: 3 min



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DANA: cuando las instituciones fallan en proteger a sus ciudadanos

"Crisis del Estado, crisis del Derecho"

(Imagen: RTVE)



“España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”, reza el artículo 1.1 de la Constitución Española.

Cuando se escriben estas líneas, es todavía demasiado pronto para conocer con detalle y exactitud qué ha pasado para que los trágicos efectos de la DANA en la zona del Levante español hayan sido tan devastadores: dantescos, horribles, terroríficos, inhumanos.



Tendremos que esperar —probablemente meses— para poder analizar con detenimiento y sosiego qué mecanismos administrativos han fallado, si un fenómeno de ese calibre era previsible y si la reacción de los distintos ejecutivos ha sido adecuada dentro del margen posible de los medios. Lo más importante y decisivo, ahora mismo, es ayudar a quienes lo han perdido todo, diseñar una hoja de ruta nacional para la reconstrucción de las zonas afectadas y preservar el tejido productivo en una región de peso capital para la economía española.



Atendido lo anterior, sin embargo, no podemos dejar de advertir que lo ocurrido, sin perjuicio de mayores detalles a futuro, es una clara y manifiesta evidencia del fracaso del Estado de Derecho tal y como debería poder entenderlo cualquier ciudadano.

El Estado ha fallado porque los mecanismos preventivos y reactivos han sido, en algunos casos, inexistentes, y en otros, tardíos. Los ciudadanos afectados se han visto abandonados a su suerte en un contexto fatal de pérdida de vidas humanas, inmuebles, seguridad y salud pública.



Resulta inconcebible que, ante una catástrofe de estas dimensiones, todavía no se haya declarado el Estado de Alarma (Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio) y que la intervención de militares o Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado esté llegando a través de contingentes mínimos y medios. ¿Por qué? Probablemente porque las subdivisiones administrativas del Poder —de esto en la Administración de Justicia sabemos bastante— han terminado diluyendo la capacidad reactiva del Estado que, si bien puede funcionar razonablemente bien en un escenario ordinario, lo hace de forma torpe ante situaciones de extraordinaria complejidad por diversas circunstancias.

La descentralización puede ser una buena idea en lo que atañe a una gestión pautada de medios, pero en escenarios que exigen rápida respuesta, el Estado debe utilizar eficaz y velozmente las herramientas de concentración del poder de decisión que habiliten un mando único. Justo lo que estos días se ha tratado de evitar por el Gobierno de la Nación y el de la Comunidad Autónoma de Valencia.

Falla el Estado, sí; pero también falla el Derecho. Y en esto somos reincidentes.

Desde la época de la pandemia por Covid-19, los distintos poderes regulatorios han ido aprobando y publicando una normativa diversa que, sin embargo, se ha tornado absolutamente ineficaz en su aplicación práctica. ¿Las razones? Varias.

En primer lugar, elaborar una norma jurídica (por ejemplo, una ley o un real decreto) es algo relativamente económico que cualquier institución puede permitirse. Sin embargo, hacer cumplir esa norma requiere de operadores y de medios, elementos humanos y materiales cuyo coste asociado es mayor y que, cuando se llevan a cabo, ya han perdido el «valor electoral» que supone la publicación anunciada de la norma. Es decir, en términos estrictamente partidistas, lo crucial no es que la norma jurídica se cumpla, sino que la ciudadanía tome conciencia de que se ha elaborado una norma, aunque luego su ejecución sea imposible por la completa falta de despliegue material y presupuestario. El Estado de Derecho falla en su proclamación como Estado y falla en su eficacia como «de Derecho».

¿Y a dónde nos lleva esta terrible conclusión, ignorada por tantos?

A un escenario conocido y peligroso: el actual. Un escenario marcado fundamentalmente por la inseguridad (en cuanto a la libertad ambulatoria, la tutela de la propiedad, etc.) y la desconfianza hacia las instituciones que nos prometieron proteger nuestros derechos subjetivos y libertades, pero que luego, a la hora de la verdad, fracasan en su propósito más elemental desde tiempos pretéritos: dispensar paz social.

Para cambiar el actual estado de las cosas, son precisas diferentes iniciativas, pero sobre todo una: el ciudadano debe ser consciente de cómo funcionan las instituciones, de sus disfunciones, de su circuito cerrado de comunicación, de su —a veces— completo aislamiento social.

La política, y el Estado de Derecho en democracia como marco cotidiano de ésta, incumbe a todos: instituciones y ciudadanos. Las primeras sabemos que han fallado; pero los segundos también. La política no es el sufragio activo, ni la tertulia, ni siquiera la lectura de los medios informativos. La política es, ante todo, la exigencia de responsabilidad con conocimiento de causa sobre el estado de la cuestión. Una responsabilidad que tiene que ser efectiva y no, como ahora, porosa, inaprensible, escurridiza, acotada a los trances periódicos de las citas electorales.

Lo que ha ocurrido ya no puede evitarse, pero lo que pueda ocurrir, sí. Y eso depende de todos, de la conciencia colectiva en la responsabilidad democrática. De creernos eso que dice el artículo 1.1 de la Constitución Española. No sólo los días de mitin. Todos los días. Todos.