Juan Ramón Rallo: «La democracia totalizante creo que es del todo repudiable»
Este economista, minarquista y libertario, se adentra en cuestiones como las sociedades utópicas, el arte, la ideología o la construcción de marcos

Juan Ramón Rallo: «La democracia totalizante creo que es del todo repudiable»
Este economista, minarquista y libertario, se adentra en cuestiones como las sociedades utópicas, el arte, la ideología o la construcción de marcos

«La igualdad material es una forma de atacar la igualdad ante la Ley, porque significa que a determinadas personas les damos el derecho o el privilegio de que ataquen la libertad y la propiedad de otros para igualarlos materialmente al resto», reflexiona Juan Ramón Rallo, economista, jurista, escritor y profesor universitario, quien desde hace años también ofrece tertulias y publica contenido divulgativo a través de Internet, donde actualmente llega a más de un millón de usuarios.
Aunque este referente se mueve principalmente dentro de un discurso libertario —en el que defiende la máxima individualización del ciudadano y una mínima intervención del Estado—, no ha dudado en adentrarse también en cuestiones como las sociedades utópicas, el arte, la ideología o la construcción de marcos. Sobre estos temas ha girado el encuentro con Pablo Capel Dorado, director general de Economist & Jurist Group, quien además le ha planteado preguntas sobre su visión de la democracia y sobre qué debería tener el liberalismo para convertirse en norma.
«Desde mi punto de vista, el liberalismo sólo puede ser hegemónico políticamente y de manera sostenida si es hegemónico culturalmente. Lo digo porque podría darse el caso de un liberal que llegara a la política, armara un partido liberal, engañara a la población sin persuadirla y accediese al control temporal de las instituciones políticas. Ahí, claro, podríamos afirmar que es hegemónico políticamente, pero si no hay un respaldo social activo o pasivo, grande o pequeño, que apoye ese programa político liberal, terminará fracasando, pues llegará otro que revierta las ideas liberales y tumbará lo hecho», comenta.
En este sentido, hace hincapié en la importancia de adquirir un rol preponderante en la llamada batalla de las ideas, una lucha invisible por instaurar marcos sociales que sean mayoritariamente aceptados por la sociedad, como parte de su moral y de su personalidad. Una batalla metafórica en la que, dice, lleva años introduciendo marcos la izquierda, y en la que si el liberalismo quiere prevalecer ha de llevar a cabo una estrategia, pues «esa hegemonía cultural de la que hablábamos se logra principalmente a través de ella».
El arte y el liberalismo
Es en este punto donde el arte cobra especial relevancia: a través de él, miles de individuos politizados intentan, año tras año, hacer llegar mensajes concretos e influir en el imaginario colectivo. Un enfoque que Rallo cuestiona, al considerar que utilizar el arte para normalizar marcos ideológicos equivale a hacer juego sucio mediante propaganda encubierta. No obstante, también admite una realidad incómoda: «El mensaje racional no basta, porque políticamente la gente no es racional. De hecho, muchas veces las personas actúan movidas por la tradición o por un sesgo de statu quo. Adoptan el marco ideológico y moral predominante en cada momento».
Tras esta declaración pone el ejemplo del canibalismo, para él, aberrante en nuestra sociedad, pero consciente de que podría ser socialmente aceptado en otra comunidad. «Probablemente, si nosotros nos hubiésemos criado en esa sociedad, lo habríamos normalizado y no lo veríamos como un atentado moral. ¿Por qué? Pues porque nos criamos en comunidad. La moral es una forma de definirla, es la regla más mayoritarias dentro de esa comunidad y tendemos a aceptarla porque la comunidad nos impone también una cierta sumisión a esas normas para para poder funcionar», recuerda, manifestando también que «si en un futuro hubiese una nueva dictadura probablemente muchos terminarían abrazándola».
En este contexto, se muestra crítico frente a los ‘liberticidas’, de quienes dice que «no tienen ningún problema en utilizar la censura para invisibilizar opiniones que sean contrarias a la suya», muy al contrario de lo que, en su opinión, hacen los individuos liberales, quienes «no podemos ni queremos censurar opiniones que sean contrarias a la nuestra. Por lo tanto, claro, en ese ámbito, cuando ellos tienen el poder, tienen herramientas para arrinconarnos y para a callarnos. Y cuando los liberales tengan el poder, si es que lo tienen en algún momento, no tendrán esas herramientas o no querrán utilizarlas para acallar a la disidencia política».
Llegados a este punto, Rallo entra a valorar la intencionalidad de los artistas, muchas veces diferente a la que se les atribuye. Muchas veces con mensajes que nada tienen que ver con la política, otras muchas veces con finalidad propagandística. Así, pone como ejemplo El señor de los anillos, que ha podido ser resignificada para dársele una lectura liberal, cuando esa no tiene por qué ser la intención del artista. Aún así, reconoce que «los think tanks podrían hacer una reflexión del arte como expresión humana desde la perspectiva política liberal, buscando contraejemplos valiosos a los que aporta la izquierda y siendo conscientes, insisto, de que no todo el arte es político».
La democracia y el Estado, a debate
Sobre la democracia, otro tema que ha salido a colación numerosas veces a lo largo de la entrevista, este economista se ha mostrado visiblemente escéptico, reconociendo que él no se considera a sí mismo demócrata si se tiene en consideración la democracia en el sentido de verla como un fin en sí mismo que legitima la voluntad del pueblo como criterio último de toma de decisiones. Un punto de vista que ha dejado claro con las siguientes declaraciones: «La democracia totalizante creo que es del todo repudiable. Otra cosa es la democracia como forma de organización para la toma de decisiones restringida en ciertos asuntos que son inherentemente comunitarios, como por ejemplo la democracia cantonal suiza. O imaginemos que vivimos en una urbanización o en una comunidad de vecinos y hay que tomar una decisión del tipo: qué pasa con la calle, con el ascensor, con la iluminación. Ahí sí creo que tiene mucho sentido la votación democrática. Ahí, sí».
Pese a ello, insiste en que la democracia tiene ciertos límites que no debería nunca sobrepasar, esto son, los derechos naturales, y recuerda que entre ellos se encuentra el derecho a la propiedad. Sin embargo, reconoce que no todos lo ven así y que este derecho es continuamente vulnerado por determinados sectores de la sociedad. Para él, el Estado, por ejemplo, se considera con la potestad de decidir quitar a quienes tienen mucho para dárselo a quienes tienen menos con el objetivo de igualarlos materialmente. «Pero, ¿por qué a mí? ¿Por qué mi derecho de propiedad o mi libertad personal pasa a valer menos que la de otros? ¿Por qué a mí me ejercen la violencia y al otro no?», reflexiona.
Entrando ahora valorar el rol del Estado en toda esta recaudación, Rallo se muestra claro: «El único Estado que podría llegar a ser más que defendible, justificable o entendible, es el Estado mínimo. ¿Por qué? Pues porque sabemos que la sociedad puede funcionar. Puede seguir existiendo, por decirlo de una manera, y puede además hacerlo de manera estable, con un Estado mínimo. Eso ya lo sabemos. Entonces, desde un punto de vista liberal, no hay ninguna justificación para que un Estado que sea mayor que el mínimo. Ahora ¿podemos prescindir totalmente del Estado? Eso es lo que nadie tiene claro, porque no ha habido experiencias históricas al respecto».
Aquí es donde hace su aparición la tecnología, recientemente revolucionada por la irrupción de la inteligencia artificial (IA). Para Rallo, si aún no se conoce patria sin Estado, esto podría cambiar en un futuro gracias a la tecnología. Consciente, eso sí, de que lo que plantea es un escenario utópico y de momento improbable, este economista divaga a través de lo que podría pasar si se llegasen a formar organizaciones sociales nuevas, impulsadas por herramientas como la inteligencia artificial donde, para Robert Nozick, incluso si partimos de una situación anárquica, tenderíamos a consolidar un orden institucional, aunque sea de forma pseudo-consensuada.
El anarquismo filosófico vs. el anarquismo político
Pero Rallo matiza que esto no significa que tal consolidación deba ser necesariamente estatal o eterna. Aquí introduce la distinción —que también ha popularizado Javier Milei— entre anarquismo filosófico y anarquismo político. El primero impugna la legitimidad moral del Estado; el segundo, además, apuesta por prescindir de él. «Una cosa es decir que la mafia que nos domina es ilegítima; otra es plantear que podemos vivir sin ella. Si no podemos liberarnos de ella, quizá lo más sensato sea minimizar su intrusión sobre nuestras vidas. Pero si pudiésemos prescindir de ella, deberíamos hacerlo», apunta.
Y aunque aún no existan experiencias de éxito de sociedades plenamente libres y estables sin Estado, Rallo no cree que eso invalide su posibilidad. Recuerda, por ejemplo, el caso de Suiza: «¿Realmente pensamos que si desapareciera el Estado suizo, la sociedad suiza colapsaría en una guerra civil de todos contra todos? Yo creo que no es inverosímil pensar que ese último escenario se pudiese evitar». El problema, afirma, no es solo organizativo: es de defensa. «Aunque los suizos quisieran prescindir del Estado —que tampoco quieren—, probablemente no podrían hacerlo, porque tenderían a ser reestatalizados desde fuera», observa.
Ahora bien, no se trata solo de renunciar al Estado; se trata de sustituir sus funciones por mecanismos comunitarios, compartidos y voluntarios. En este sentido, Rallo plantea la posibilidad de que sean las propias comunidades las que articulen tribunales internos de arbitraje y resolución de disputas. «Pero, claro, todo depende de si existe la libertad de entrar y salir de esas comunidades, o incluso de escindirse y crear nuevas», menciona. La clave, insiste, es que no exista monopolio territorial de la violencia ni soberanía que imponga la última palabra sobre toda cuestión dentro de un territorio. Es decir: sin coacción, sin Estado.
Ante la objeción de que una comunidad podría vulnerar derechos fundamentales —como los de la infancia o la diversidad—, responde que eso ya ocurre hoy en múltiples contextos tribales o incluso estatales: «La pregunta es: si desde una comunidad libertaria vemos que otra está violando derechos individuales, ¿hasta qué punto podemos intervenir? No hay una respuesta clara. Pero al menos, que esa discusión no parta de la idea de que todo lo no estatal es necesariamente peor que lo estatal». Así, lejos de presentar una utopía cerrada, lo que Rallo hace es abrir un campo de posibilidades.
