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La función del abogado

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La función del abogado

(Imagen: el blog de DIGI)



 

Por D. José Juan Pintó Ruiz. Dr. en derecho. Abogado. Pintó Ruiz & Del Valle.



EN BREVE: Si augusta es la función del Juzgador en todas sus instancias y en el seno de los múltiples procedimientos distintos con sometimiento a multitud de reglas diversas, si augusta, noble y necesaria es esta función, no menos trascendencia y no menos respeto merece la función del abogado.

El abogado percibe, detecta, analiza y describe los aconteceres sociales porque oye, directa e inmediatamente la ordinariamente sincera explicación de los sujetos de tales conflictos específicos. Esta percepción es pues directa y lozana, con absoluta inmediación, y dotada de vigorosa autenticidad. Esta percepción no es sólo de un caso, sino múltiple, diversa, ora heterogénea, ora reiterada y ello nutre el sentimiento jurídico del abogado, penetrando incluso, por su reiteración y variación, más allá del consciente del letrado. Su inconsciente se dimensiona y perfecciona en el ámbito jurídico. No menos importancia tiene, la callada, sencilla y secreta función pedagógica que, ilustrando al cliente, realiza el abogado.

Aspirando y pidiendo «quod iustum est» no para sí, sino para su cliente, articula con mejor o menor fortuna los escritos judiciales, y propone las actuaciones.



En el fondo, opera como una cadena de transmisión que patentiza y aflora aquellos pálpitos vitales, que a veces por su grandeza y por su trascendencia íntima perturban la normalidad vital de los litigantes.

Al poner exhaustivamente su acento en la defensa de una parte, en tanto que el otro letrado hace lo mismo con respecto a la otra parte, el Juez, gracias a ambas aportaciones, está alejado de toda parcialidad al conocer todo lo decisivo para una parte y para la otra. La aprehensión de las dos partes, da un conocimiento no parcial sino total, es decir, imparcial.

Sin el abogado esto no sería posible. En el escrito judicial (a veces felizmente sobrio, profundo y corto) están destiladas horas y horas de estudio del caso, largas conversaciones cansinas con el cliente para atisbar los más recónditos (pero a veces decisivos) rincones de los aconteceres y un examen de la normativa y la jurisprudencia para alcanzar una aplicación del derecho, ordenada a lo justo según el ordenamiento y conforme a los primeros principios que ineludiblemente informan a aquél.

Y cuando, persistiendo en su fe en lo justo y en su lealtad al cliente, agota las instancias y sorteando laboriosamente escollos formales, cada vez más angostos y perturbadores formula el recurso de casación, o el extraordinario por infracción procesal, y se generan sentencias de los más altos Tribunales que culminan la jurisdicción, surge la jurisprudencia. Y ésta, como dice el art. 1º del Código Civil complementa el ordenamiento jurídico. Es decir, le añade aquello de lo que carece, y así, arranca de la vida misma singularidades reiteradas que a través del proceso, complementan con carácter general el ordenamiento jurídico. Gracias al principio de rogación, y a su esfuerzo, trasciende la necesidad de reglar, modalizar, corregir un defecto o afirmar una posición indebidamente tambaleante. Sin el Juzgador esto no sería posible. Pero sin el abogado tampoco.

El abogado merece respeto y consideración. Tanto más, si no sólo transmite la cuita, sino que configura, lealmente en atención a su cliente, la solución defendible, y la defiende, a veces causando una transacción que redacta, o en cuya redacción participa.

Sin litigio, asesora para conseguir la claridad y expresividad de los negocios jurídicos evitando la concurrencia del error obstativo, y cuando se tercia ilustra, iluminando por su experiencia vivida acerca de la oportunidad o conveniencia de la perfección contractual incluso, particularizando, más allá de la simple legalidad normativa.

Cuando ya finida la jornada, abandona su despacho, no se “cierra” su actividad. La preocupación por el asunto que turba su ánimo, continúa presionando su actividad mental y adquiere categoría jerárquica principal, viviendo entonces su entorno como algo secundario.

El abogado no puede efectuar esta noble labor si se siente carente de protección de su independencia. Si no se siente libre ni perturbado por la sobreveniencia de males, si no sabe que su deber de lealtad al cliente, lejos de potenciarse, no puede estar perturbado y comprometido. Es el bien común que exige este reconocimiento y que merece el abogado.

El señorío y grandeza de los jueces que tienen el poder de juzgar, ha sabido respetar la independencia procesal del abogado, haciendo excepcional y prudente uso, de resortes que la nueva LEC proclama, y que permiten sancionarlo cuando actúa profesionalmente de mala fe, como si existiera un cierto recelo justificado para ello. El deber de respeto al secreto profesional a la hora de la verdad siempre ha sido protegido por la autoridad judicial, pero el legislador en trance de jerarquizar intereses quizá no ha podido ser suficientemente explícito, como si el secreto profesional, no apareciera suficientemente valorado. Y este quebrantamiento es grave, aunque obedezca a imposiciones «internacionalizantes» o a búsqueda de saneamientos que jamás se consiguen, antes bien se prostituyen usando de conculcaciones imperativas. El mismo sigilo, deja al abogado indefenso (por no poder repetir lo explicado y lo «conversado» con el cliente) ante la eventualidad de no poder relatar un consejo que exprese el rechazo de una conducta ilegal, y de ser comprometido como si fuera un cooperador necesario, un cómplice, un inductor o algo semejante. Y si en esta actitud no consideramos que el abogado, por respeto a la verdad puede informar e ilustrar, y a la vez – siempre es de presumir – que aconsejará no incidir en ilegalidades chirría la observación de múltiples situaciones que se aproximan a identificar la conducta del cliente desviado con la de su letrado.

El abogado ha de tener un trato profundo con su cliente y una relación reveladora incluso de intimidades. También esta relación, comporta cargas y dispendios que en su prudencia y medida han de quedar a su arbitrio y discreción. Y en todo caso comportan detracción de las ganancias, detracción que siempre, en tanto que prudente, es necesaria.

El abogado no tiene un sueldo, ni garantizada la fidelidad y continuidad de sus clientes. La diversificación de las materias, la señalada especialización que provoca, y la necesaria coordinación de diversas disciplinas que concurren en la realidad misma de los casos, le obligan a vivir en completa relación interna, con riesgos muy semejantes a los propios de una empresa, máxime después de la tendencia a calificarla de relación laboral. En el fondo, sin serlo, tiene una propia responsabilidad empresarial. Y un deber frente a sus empleados.

Ante este conjunto, tienen ahora una singular razón de existir las entidades de Derecho público (Colegios profesionales y las personas jurídicas que las agrupan jerárquicamente) como elementos indispensables de asistencia, protección y defensa del abogado. Ello es de interés público. Su excelencia radica y descansa, en la importancia y trascendencia de la función social del abogado debiendo tender a hacer posible y eficaz tal labor profesional. Es de esperar, que en la realidad presente, esta protección y defensa, como finalidad primordial justificada por la grandeza y necesidad de la actuación del letrado, sea cada vez más tangible, obviando calibrarla de exceso corporativo, pues, en este caso, garantizar la actualización, libre, buena, segura, independiente y respetada del abogado, coincide con la búsqueda del bien común.

Ciertamente que todo esto, ha de provocar una seria reflexión en los poderes obligados en aras al bien común, y una constante reflexión y actividad de los órganos corporativos de la abogacía, cuya principal misión, y razón de existencia es garantizar al abogado, una actuación libre, independiente y eficaz aspirando a la proscripción de toda perturbación en la nobleza e interés común de su función.

Merece, en este momento, recordar la vetusta proclamación en el Código de Justiniano que dijo lo siguiente:

«Sed etiam advocatos; militant nanque causarum patroni, qui gloriosae vocis confisi munimine laborantium spem vitam et posteros defendunt»

Y vale la pena, tener en cuenta lo que ya proclamaron los Emperadores LEON  y ANTEMIO (Código, Libro II, título 7º, Ley 14).

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