¿A dónde vas, Europa?
El futuro de Europa ante la nueva estrategia global de Estados Unidos

(Imagen: E&J)
¿A dónde vas, Europa?
El futuro de Europa ante la nueva estrategia global de Estados Unidos



(Imagen: E&J)
El retorno a la presidencia de los EE.UU. de Donald Trump está poniendo en jaque el equilibrio internacional tras la adopción de las primeras medidas adoptadas de manera ejecutiva, con el respaldo incondicional de su nueva administración, integrada por el ala más conservadora de los republicanos, y de entre cuyos miembros destaca con luz y polémica propias el multimillonario Elon Musk.
Por de pronto, se han abierto cinco frentes bien definidos: la marginación y expulsión de la población palestina de los terrenos de Gaza y su conversión en un resort turístico; la conversión de Groenlandia, un territorio autónomo de Dinamarca, en parte de Estados Unidos, sin descartar utilizar el poder militar o económico para lograrlo; las declaraciones en torno a que piensa «recuperar el Canal de Panamá, o algo muy gordo va a pasar»; su firme acusación a Ucrania de ser responsable de la guerra con Rusia, poniendo en tela de juicio la popularidad del presidente Volodymyr Zelensky, unido al acercamiento de Trump a Vladimir Putin; y, finalmente, y no por ello menos importante, el distanciamiento con Europa dejándola fuera de las negociaciones con Rusia sobre el futuro de Ucrania y la amenaza de subir exponencialmente los aranceles en la importación de productos provenientes de la Unión Europea (UE).
De este modo, mientras Estados Unidos parece distanciarse más de sus aliados europeos, en la UE se redoblan las voces para fortalecer la defensa regional sin la ayuda de Washington y, sobre todo, cerrar filas en torno a Ucrania, independientemente de las decisiones que adopte Donald Trump.
Esta postura del bloque se ha reafirmado después de que el Gobierno estadounidense apuntara a dejar de lado a los europeos en un eventual proceso de paz que ponga fin a la invasión rusa de Ucrania, conflicto que está a punto de cumplir tres años.
De hecho, tras los anuncios del mandatario estadounidense sobre el inicio de «negociaciones» con Rusia, Francia se apresuró a organizar una reunión de urgencia en París para discutir una estrategia propia europea frente a la guerra en Ucrania. De hecho, la gran pregunta hoy en día es si podría romperse la alianza militar entre Estados Unidos y Europa, cuando no los lazos comerciales en un frente competitivo desigual.
Pero sobre todo esto volveré más adelante. Ahora lo que ocupa y preocupa es si Europa, el viejo continente, la cuna de la civilización occidental, puede entrar en una crisis irremediable que la aparte, temporal o definitivamente, de cualquier toma de decisión a nivel internacional, favoreciendo a las tres potencias económicas actuales: EE.UU., Rusia y China.
Está en juego no solo la misma dignidad de Europa, su historia, su cultura, su dinamismo social y económico, sino también el porvenir de los europeos en su conjunto. No se trata de algo abstracto, sin sentido o sin razón, sino una cuestión de razón histórica que nos compromete como europeos.

Volodymyr Zelensky en rueda de prensa. (Foto: Twitter)
Europa, para comenzar, es una unidad histórica que ancla sus raíces en la época grecorromana y que tiene su auge con el imperio romano para continuar, ya en los siglos XV a XIX, con su expansión por América, África y Asia.
El concepto moderno de Estado no se forja sino a finales del siglo XV con la unión de los Reinos de Castilla y León y Aragón, dando origen al nacimiento de España como proyecto común. Europa se unirá a esta corriente con la creación de los grandes estados, fruto de la unificación de sus reinos y condados.
De este modo, la implantación de la Casa de Austria o de los Habsburgos se llevó a cabo en Alemania con Alberto II (1438-1439). Su sucesor Federico II (1440-1493) heredó los numerosos dominios de la Casa y los incrementó con el matrimonio de su hijo Maximiliano con María de Borgoña, hija y heredera de los extensos territorios de Carlos el Temerario, quien se esforzó en unificar y centralizar el Imperio. En segundas nupcias contrajo matrimonio con una sobrina de Ludovico el Moro, de Milán, heredando parte del Milanesado. Casó a su hijo Felipe el Hermoso con Doña Juana la Loca, heredera de los Reyes Católicos, naciendo Carlos I de España y V de Alemania. A la muerte de Maximiliano heredó aquel la corona imperial, convirtiéndole en el monarca más poderoso de Europa.
En Inglaterra, la guerra llamada de las Dos Rosas, entre las dos familias contendientes de Lancaster y de York, terminó con el triunfo de la primera. El conde Richmond, vencedor en Bosworth (a485), fue aclamado rey con el nombre de Enrique VII Tudor, y supo unir cordialmente las dos casas rivales, casándose con la princesa Isabel de York. Una vez asegurado en el trono, emprendió el sometimiento de la nobleza y la centralización del poder, como hicieron Los Reyes Católicos en España y Luis XI en Francia.
En el caso de Italia, estaba fraccionada en varias repúblicas o estados independientes, a menudo enemigos mortales entre sí, como el Reino de las Dos Sicilias (Sicilia y Nápoles), los Estados Pontificios, Florencia, el Milanesado, Venecia y Génova. La mayoría de los estados italianos, aunque desunidos, eran ricos y prósperos, pero carecían de fuerza militar, por lo que buscaban alianzas con otras naciones para formar ligas defensivas y ofensivas, fuera con España, Francia o Alemania.
El 17 de marzo de 1861, la península itálica, dividida desde la caída del Imperio Romano de Occidente casi 14 siglos atrás, se reunía de nuevo bajo la monarquía de los Saboya. La unificación italiana, conocida como Risorgimento, fue el resultado de varias guerras, apuestas arriesgadas, complejas tramas políticas, traiciones y algún golpe de suerte.
En el caso de Francia, durante la Edad de Hierro, Roma se anexionó la zona en el año 51 a. C., lo que dio lugar a una cultura galorromana diferenciada que sentó las bases de la lengua francesa. Los francos germánicos formaron el Reino de Francia, que se convirtió en el corazón del Imperio carolingio. El Tratado de Verdún de 843 dividió el imperio, y Francia Occidental se convirtió en el Reino de Francia en 987. En la Alta Edad Media, Francia era un reino feudal poderoso pero muy descentralizado. Felipe II reforzó con éxito el poder real y derrotó a sus rivales para duplicar el tamaño de las tierras de la corona; al final de su reinado, Francia se había convertido en el Estado más poderoso de Europa.
Desde mediados del siglo XIV hasta mediados del siglo XV, Francia se vio inmersa en una serie de conflictos dinásticos con Inglaterra, conocidos colectivamente como la guerra de los Cien Años, y como resultado surgió una identidad francesa distinta. El Renacimiento francés fue testigo del florecimiento del arte y la cultura, del conflicto con la Casa de Habsburgo y del establecimiento de un imperio colonial global, que en el siglo XX se convertiría en el segundo más grande del mundo.
La segunda mitad del siglo XVI estuvo dominada por guerras civiles religiosas entre católicos y hugonotes que debilitaron gravemente al país. Francia volvió a ser la potencia dominante de Europa en el siglo XVII, bajo el mando de Luis XIV, tras la guerra de los Treinta Años. Las políticas económicas inadecuadas, los impuestos no equitativos y las frecuentes guerras (especialmente la derrota en la guerra de los Siete Años y la costosa participación en la guerra de la Independencia de Estados Unidos), dejaron al reino en una situación económica precaria a finales del siglo XVIII.


Banderas de Europa (Foto: RTVE)
Esto precipitó la Revolución Francesa de 1789, que derrocó el Antiguo Régimen y produjo la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que expresa los ideales de la nación hasta el día de hoy.
A partir de finales del siglo XV, con el descubrimiento de América y la colonización de África, España, Inglaterra y Portugal se erigieron en las tres grandes potencias transoceánicas, a las que posteriormente se unieron, en menor medida, Francia y Holanda.
Con el transcurrir del tiempo, la independencia de las colonias americanas y africanas, a caballo de los siglos XIX y XX, sumió a Europa en un desconcierto y en una pérdida de su capacidad ofensiva, influyente y capitalizadora. La creación de los EE.UU., el 4 de julio de 1776, marcó un hito en nuestra reciente historia, al emitir la Declaración de Independencia, que proclamó su derecho a la libre autodeterminación y el establecimiento de una unión cooperativa. La independencia de los países de Iberoamérica, liderados por Simón Bolívar, y la pérdida a finales del siglo XIX de las dos últimas joyas de la corona española, Cuba y Filipinas, precisamente frente a EE.UU., sumió a España, como reflejo de Europa, en una nueva realidad y, particularmente, en la necesidad de encontrar su identidad perdida aunando esfuerzos colectivos.
Sin embargo, las dos grandes guerras mundiales, la del 28 de julio de 1914 al 11 noviembre 1918 y la de 1 de septiembre de 1939 al 2 de septiembre de 1945, no solo supusieron un nuevo mapa de fronteras europeo sino la división política e ideológica entre el bloque occidental o capitalista, liderado por los EE.UU., y el bloque oriental o comunista, bajo el yugo de la URSS, dando lugar a la creación de instituciones políticas, económicas y militares distintas que dividían Europa en dos frentes antagónicos.
El comunismo se derrumbó en los años noventa del siglo XX, arrastrado por el hundimiento de la Unión Soviética y los países bajo su control, prácticamente desaparecido en todos los países occidentales, salvo pequeñas agrupaciones electorales. El hundimiento del comunismo y la caída del muro de Berlín abrieron una carrera de fragmentación de la izquierda, surgiendo partidos de nuevo tipo y movimientos sociales por los que transitan el Estado del bienestar, el ecologismo, el pacifismo, los movimientos feministas, los derechos de las minorías, el tercer sector, las organizaciones de cooperación, los nacionalismos y otros proyectos, que suelen sostener que “otro mundo es posible”, sin que se divise cuál es la propuesta alternativa de ese mundo, salvo la reiteración utopizante de algún “hombre nuevo”, como el del sueño de Marx.
¿Y qué nos queda de todo lo anterior? Gracias a Jean Monnet, político y consejero económico francés, gran defensor de la integración europea y cuyas ideas sirvieron de inspiración al Plan Schuman para unir la producción nacional de carbón y acero de Francia y Alemania bajo una misma estructura, surgió la idea de un mercado común europeo que con el paso del tiempo se transformó en la actual Unión Europea (UE).
Los 27 estados que la integran participan de idénticos principios y valores:
- Promover la paz, sus valores y el bienestar de sus ciudadanos;
- Ofrecer libertad, seguridad y justicia sin fronteras interiores, al tiempo que adopta medidas adecuadas en sus fronteras exteriores para regular el asilo y la inmigración y prevenir y luchar contra la delincuencia;
- Establecer un mercado interior;
- Lograr un desarrollo sostenible basado en un crecimiento económico equilibrado y en la estabilidad de los precios, así como una economía de mercado altamente competitiva, con pleno empleo y progreso social;
- Proteger y mejorar la calidad del medio ambiente;
- Promover el progreso científico y tecnológico;
- Combatir la exclusión social y la discriminación;
- Fomentar la justicia y la protección sociales, la igualdad entre mujeres y hombres y la protección de los derechos del niño;
- Reforzar la cohesión económica, social y territorial y la solidaridad entre los países de la UE;
- Respetar la riqueza de su diversidad cultural y lingüística;
- Establecer una unión económica y monetaria con el euro como moneda.
Esta idea de Europa supera la de nación. Ya Ortega, en su obra “La rebelión de las Masas” se adelantó a lo que acontecería años después, aseverando que las naciones eran insuficientes y que los problemas europeos iban más allá de los límites de ellas, y por eso se producía la exacerbación de su realidad, el nacionalismo, la inflamación de lo nacional, de modo que la solución de los problemas de cada nación era Europa, que tenía que lograr su unión: los Estados Unidos de Europa.


Parlamento Europeo (Imagen: Comisión Europea)
La implantación del euro como moneda única y el Acuerdo sobre el Espacio Schengen, que garantiza la posibilidad de viajar sin restricciones por el territorio de todos los países de la UE, han sido dos de los principales hitos que refuerzan la decidida voluntad de los europeos de vivir unidos bajos un mismo ideal. Ideal que puede verse enturbiado por la supervivencia de la soberanía propia y característica de cada país, de sus costumbres y culturas nacionales, de la barrera del idioma, o del mayor o menor tejido industrial e índice de riqueza, lo que no impide que Europa continúe afirmando su propia identidad como conjunto.
¿Qué es Europa? Se preguntaba Finkielkraut, Europa es una cierta idea de cultura que puede definirse por medio de las palabras “autonomía del espíritu”. Paul Valéry, por su parte, era del parecer que “Consideraré como europeos todos los pueblos que han sufrido, en el curso de la historia, tres influencias: la de Roma, la del cristianismo y la de Grecia.
Toda raza y toda tierra que ha sido sucesivamente romanizada, cristianizada y sometida, en cuanto al espíritu, a la disciplina de los griegos, es absolutamente europea”. Para Luis Racionero, la definición de Valéry es incompleta porque olvida el cuarto componente esencial de la cultura europea: la ciencia transmitida y reelaborada por semitas, tanto árabes como judíos.
En cualquier caso, ahora nos ocupa el presente y el futuro de Europa, que es tanto como decir de la UE. Fue el mismo Jean Monnet quien, en su memorias, afirmó que “Las raíces de la Comunidad son ya fuertes, penetran hondo en el suelo de Europa. Han sobrevivido a las malas estaciones, y pueden soportar otras. Superficialmente, las apariencias cambian, y es normal que a lo largo de un cuarto de siglo se sucedan las generaciones con ambiciones diferentes, que se borren las imágenes de pasado, que se renueve el equilibrio del mundo. Cuando se observa la persistencia del sentimiento europeo en este marco en constante mutación y la estabilidad de las instituciones comunitarias, nadie puede dudar que se trata de un poderoso movimiento de fondo, a la altura de las grandes épocas de la Historia … No podemos detenernos cuando a nuestro alrededor el mundo entero se halla en movimiento.
¿Habré explicado suficientemente que la comunidad que hemos creado no es un fin en sí misma? Es un proceso de transformación que prolonga aquel que dio origen a nuestras formas de vida nacionales en una fase anterior de la Historia. Como ayer nuestras provincias, nuestros pueblos deben hoy vivir juntos bajo normas e instituciones comunes libremente aceptadas si quieren alcanzar las dimensiones necesarias para su progreso y conservar el dominio de su destino. Las naciones soberanas del pasado han dejado de ser el marco donde se pueden resolver los problemas del presente. Y la propia Comunidad no es sino una etapa hacia las formas de organización del mundo de mañana”.
Estas premonitorias palabras de Monnet nos invitan a la reflexión, serena, si se quiere, pero firme en el propósito de acometer con convencimiento y decisión la estabilidad a través de la unidad de los pueblos de Europa, bajo una misma bandera y soberanía. No de otra manera será posible afrontar los retos que otras naciones y comunidades intenten oponer a los principios inspiradores de la UE. Está en juego nuestro ego, nuestra capacidad disuasoria, nuestra libre y soberana decisión comunitaria.
Precisamente, EE.UU. ha entrado en una fase de imponer sus políticas a nivel internacional bajo la excusa de su seguridad nacional. Ahora bien, esta estrategia no solo es propia de las dictaduras, sino también de algunas democracias, dependiendo, según Pedro Baños, del momento y las circunstancias.


Donald Trump. (Foto: RTVE)
Domingo Pastor Petit las resume así: desinformación (ocultar verdades), intoxicación (deformar la realidad presente y pretérita), propaganda (envolver con una sagrada aureola al líder y a su régimen), adoctrinamiento sociopolítico (lavado de cerebro e inculcación de un programa), legislación (depuraciones y purgas), censura previa (esconder los hechos y divulgar bulos), represión política (arrestos y registros) y uso del espionaje masivo (escucha telefónica, censura postal y seguimientos).
Para evitarlo, Europa debe tener presente su Historia, su presente y, especialmente, su futuro, porque parece evidente que de lo contrario, iremos a la deriva, sin rumbo fijo, sin brújula que nos guíe, y ese comportamiento de flaqueza puede convertirnos en siervos de terceros en lugar de ciudadanos libres.
Es preciso, siguiendo a Julián Marías, que las naciones de Europa puedan y deban formar una orquesta, no un batallón que evolucione a toque de corneta, que evitemos la fragmentación de nuestras naciones, porque la UE pertenece sobre todo al futuro, lo que requiere nutrirse de imaginación y de pensamiento.
Y en cuanto a los EE.UU., debe abandonar cualquier política orientada a debilitar Europa, a evitarla, a desconocerla, arrinconarla e impedirle que se siente en la misma mesa, para proponer, debatir, negociar. Como sucedió en la II Guerra Mundial, debe estar al lado de los europeos, que son su origen, su ascendencia, su razón de ser.
En suma y acudiendo a Ortega, debemos actuar con la fe en la razón de la que tradicionalmente – en una tradición de casi dos siglos – vive el europeo.
Bibliografía
Baños, Pedro. “El dominio mental. La geopolítica de la mente. Ed. Ariel, 2020.
Marías, Julián. “La fuerza de la razón”. Alianza Editorial, 2005.
Ortega y Gasset, José. “Historia como sistema”. Ed, Espasa-Calpe, 1971.
Ortega y Gasset, José. “La rebelión de las masas” Ed. Austral, 2009.
Racionero Luis. “España en Europa. Ed. Planeta, 1987.
