Confinamiento, pero sin estado de alarma: todo por el pueblo, pero sin el pueblo
Confinamiento, pero sin estado de alarma: todo por el pueblo, pero sin el pueblo
La crisis sanitaria por el coronavirus ha sacudido fuertemente al mundo, lo cual parece evidente y fácilmente reseñable. Sin embargo, mientras algunas consecuencias son fácilmente identificables, como la importancia de la fortaleza del sistema sanitario para sucesos fortuitos de gran calado, otras de corte fundamental para la sociedad no lo son tanto. En efecto, la crisis sanitaria ha perturbado algunos grandes pilares de la configuración de nuestra Sociedad occidental. A modo de ejemplo, podemos encontrar la apuesta por la globalización, quedando en entredicho que esta sea todo beneficios, y la forma de vida de aprovechamiento a escala de los recursos mediante la convivencia en ciudades, convirtiéndose estas en lugares peligrosos de los que huir. Sin embargo, la mayor sacudida que habría sufrido occidente no serían las pérdidas humanas o económicas, sino la quiebra en la robustez interpretativa de su incuestionable bandera: la democracia y los derechos humanos.
La historia de nuestra cultura deviene de la experiencia, es decir de aquello que la hizo crecer e hizo suyo y de aquello que la estancó como Sociedad y repudió enérgicamente. De todas las formas de Gobierno conocidas por la humanidad, las cuales ha tenido la suerte y desgracia de conocer y experimentar, la democracia ha sido consagrada con la forma más perfecta y justa de organización social occidental. Sin embargo, ¿qué está ocurriendo en la gestión de la mayor crisis sanitaria del siglo? Que, agachando las orejas y dicho entre dientes, la democracia no está funcionando correctamente.
Por supuesto, dicha categórica afirmación no es sino una extrema e inicua observancia de la democracia en términos absolutos pues, desde los valores occidentales desde los que se redacta este texto, cualquier forma justa de gobierno que se aleje de la democracia occidental es por definición menos justa que la democracia occidental. Sin embargo, la configuración democrática actual se ha visto como el más lujoso y grande de los barcos que, en tiempos de tormenta, tiene más difícil manejo que un pequeño pesquero. Esto es, la gobernanza democrática ha anhelado la agilidad de un gobierno dictatorial, lo cual ha golpeado a esa estructura social inconsciente y menos directamente observable como consecuencia de la crisis del coronavirus.
El hecho de la posible existencia de un poder de Gobierno no elegido por el pueblo y con capacidad de quebrar derechos fundamentales soberanos desde la función ejecutiva o administrativa no parece una idea que encuentre fácil acomodo en la memética social occidental del siglo XXI. Es decir, desde una perspectiva transversal y sin sesgo ideológico visceral en la que debatir desde el plano jurídico más actual sobre temas candentes como la realidad última de la naturaleza de las acciones tomadas como de alarma o excepción durante la emergencia sanitaria del coronavirus, parece inconcebible el retorno a acciones cuyo núcleo podría ser fácilmente catalogable por analogía como gobernanzas medievales, despóticas e incluso “orwellianas”. Sin embargo, así ha sucedido y así está sucediendo.
¿Qué ocurre con nuestra Constitución?
La respuesta no trata de valorar su adecuación a aislados sucesos puntuales de algún agente de autoridad; ni tampoco de la conveniencia o adecuación de la configuración parlamentaria por reparto ponderado tras el sufragio; ni tampoco la valoración de si se trata de utilidad social real o si es demagogia el desenterrar a Francisco Franco o la denominación de la marcha del Rey emérito; sino que la respuesta vendría de la observancia del retorno al utilitarismo como forma de gobierno y, por lo tanto, la reducción del alcance de los derechos fundamentales individuales sobre los que se sustenta nuestra sociedad hacia la preponderancia de la consecución de un inestablemente concebido bien común.
El pacto social en nuestra cultura parece decir lo siguiente: “ciudadano, eres totalmente libre desde tu nacimiento y puedes hacer todo lo que quieras. ¿El único límite? que esté dentro de la Constitución”. En efecto, la Constitución es el garante máximo de nuestros valores sociales, los cuales positiviza y no sólo orienta, sino que obliga al resto del ordenamiento jurídico incluso creando un “cuarto poder” o Tribunal Constitucional con fuerza legisladora al permitir su injerencia en el plano legislativo al poder expulsar la Ley inconstitucional. Ahora bien, los valores constitucionales no se diseñaron desde un plano ideal abstracto, sino desde uno ideal empírico, a prueba y error, y con conocimiento de la experiencia histórica convulsa. La Constitución Española defiende los derechos fundamentales como límite último de acción que cualquier ciudadano o poder público debe respetar para mantener la sociedad. No obstante, la propia Constitución reconoce su naturaleza de “crucero de lujo” y habilita las herramientas adecuadas para que, “en caso de tormenta”, pueda adecuar el manejo del “navío” de una forma muy ágil y rápida, apostando por la utilidad del grupo quebrando derechos individuales… En definitiva, sin salirse de sus propios límites como es el sostenimiento del Estado de Derecho, con la imposición de fuertes controles y sólo en determinadas circunstancias, la Constitución permite “capitanear al buque como un pesquero”, pues reconoce como forma legítima el gobernar la Nación con los estados de emergencia de una forma análoga a como lo haría una dictadura.
¿Se pueden restringir Derechos Fundamentales con un confinamiento sin declarar un Estado de emergencia?
Esta gran pregunta ha puesto al límite la capacidad interpretativa de los juristas y ha agrupado nuevamente, desde un plano objetivo, entre positivistas e ius naturalistas y, desde un plano subjetivo más personal o ideológico, entre utilitaristas y libertarios.
Como hemos observado, la sucesión de rebrotes que vaticinan una posible segunda ola de contagios fundamenta la decisión de determinados Gobiernos autonómicos de establecer un confinamiento a una parte del territorio español, como la comarca de Segrià en Lleida o la localidad burgalesa de Aranda de Duero. Sin embargo, el estado de alarma, que permite con mayor nitidez el recurso a dicha restricción de movilidad y pertenece como competencia exclusiva al Gobierno central, no ha sido declarado. Así, por un lado, nos encontramos la figura utilizada con anterioridad al estado de alarma en la que, por motivos de salud pública, se permitió el confinamiento perimetral en una determinada área geográfica, así como también la permisión de la inmovilización en edificios y siempre con un aval judicial. Sin embargo, el confinamiento domiciliario agrava con severidad el derecho fundamental a la libertad de movimientos que consagra la Carta Magna (art. 16 de la Constitución Española), lo que ha fundamentado la negativa de aval por la titular del Juzgado de Instrucción número 1 de Lérida y ha abierto un acalorado debate entre juristas.
Desde una perspectiva política, el presidente del Gobierno autonómico de Cataluña, Quim Torra, negaba la necesidad de solicitar un estado de alarma parcial como así determina el art. 4 y 5 de la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio (por remisión del art. 116.1 CE), dado que tampoco fue requerido para la negación del derecho a voto en las elecciones autonómicas vascas y gallegas para aquellos que podrían poner en peligro la salud pública.
La cuestión es: ¿fue constitucional la negación al derecho a voto y es constitucional la potestad autonómica para implantar un confinamiento? La respuesta a ambas preguntas, desde una respuesta por hermeneuta jurídica personal, concluye que no. Efectivamente, el art. 116.5 CE parece proteger a los poderes constitucionales en caso de alarma impidiendo su disolución (y por lo tanto dificultando las elecciones), por lo que, desde una aproximación negativa, si con el estado de alarma como forma muy agravada de gobernanza y de quebrar temporalmente derechos no se permite dañar el derecho al sufragio al ser uno de los más fundamentales de los Derechos de los españoles (art. 23 CE), evidentemente no podrá hacerse sin dicho estado de alarma y, por deducción, no podrá decretarse un estado de alarma territorial de forma autonómica al ser una competencia central.
Por otro lado, la LO 4/1981 es una Ley que se promulgó en un periodo histórico en la que la democracia era muy joven y con el privilegio de tener una gran influencia directa constitucional, lo que prácticamente garantiza su acomodo. Este cuerpo normativo establece en su artículo quinto que “cuando los supuestos […] afecten exclusivamente a todo, o parte del ámbito territorial de una Comunidad Autónoma, el Presidente de la misma, podrá solicitar del Gobierno la declaración de estado de alarma”. Esta premisa parece observar la posibilidad fáctica de que un gobernador autonómico, normalmente con vistas menos globales o de Estado, pueda restringir movimientos de forma subrepticia legal pero ilegítima con fines partidistas políticos y romper la justicia al tener menos derechos fundamentales que otra parte del territorio. Al igual que lo observa desde la posibilidad de suceder y de la dificultad interpretativa que tendrían los jueces para determinar el caso (como así hemos visto en el supuesto de la comarca de Segrià), parece prohibirlo, lo que cierra de frente la puerta a poder utilizar dicho mecanismo por la baja política alegando motivos de seguridad en manifestaciones de sentido contrario, celebraciones de ideología dispersa, etc.
En definitiva, por deducción lógica se infiere que lo que la norma defiende será competencia exclusiva del Gobierno central el declarar el estado de alarma territorial, lo que sumado a los fuertes frenos constitucionales a la permisibilidad de quebrar o suspender derechos fundamentales, parece quedar prohibida dicha declaración al presidente autonómico. En este sentido, salvo sorpresa del Tribunal Constitucional al mundo jurídico, como así sucedió al avalar algunas leyes que menoscaban gravemente algunos derechos fundamentales e incluso permiten figuras cercanas a los tribunales de excepción, con toda probabilidad declarará la inconstitucionalidad de los confinamientos y de prohibición al sufragio por parte de las autonomías sin declaración del estado de alarma por el Gobierno central. Sin embargo, aun declarándose en su contra pasados los meses, el factor tiempo habrá permitido que dichos actos inconstitucionales cumpliesen su función, lo cual es conocido por los distintos poderes del Estado. En este sentido cabría plantearnos: ¿se está permitiendo el menoscabo al derecho individual en pro del utilitarismo general de forma autoritaria? El tiempo dirá si tenemos que escribir en nuestra historia que volvimos a cometer los mismos errores del pasado.