Del Estado de Derecho al Estado del Relato: ¿Qué hemos hecho con nuestra sociedad?
La erosión de la independencia judicial y la manipulación mediática ponen en riesgo los principios fundamentales del Estado de Derecho
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(Foto: E&J)
Del Estado de Derecho al Estado del Relato: ¿Qué hemos hecho con nuestra sociedad?
La erosión de la independencia judicial y la manipulación mediática ponen en riesgo los principios fundamentales del Estado de Derecho
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Nos hallamos inmersos en una sociedad donde el peso de las palabras parece diluirse entre la ligereza de las opiniones sin fundamento y la superficialidad de discursos moldeados para agradar. Conceptos como autorictas, justicia y ética han perdido su verdadera dimensión, reemplazados por narrativas fabricadas y estrategias de manipulación que erosionan la esencia misma del Estado de Derecho. Nos cuestionamos constantemente, pero, ¿alguna vez nos detenemos a reflexionar con seriedad sobre el rumbo que hemos tomado?
Hablar de la justicia, de los jueces y del sistema judicial es deporte nacional, pero, ¿entendemos realmente su papel? ¿Nos tomamos el tiempo para profundizar en la complejidad de sus funciones o simplemente los reducimos a caricaturas moldeadas por titulares sesgados?
La crítica constante y simplista a los jueces no solo desgasta la confianza en el sistema, sino que compromete la solidez de las instituciones democráticas: ¿Qué democracia puede sostenerse si su independencia judicial es cuestionada y utilizada como moneda de cambio en el mercado de las conveniencias políticas?
Nos permitimos criticar el sistema inmigratorio de Estados Unidos, sin tener la menor idea de cómo funciona. No sabemos qué tipos de visado existen, ni sus requisitos, ni cómo se estructura su proceso. Y, aun así, opinamos. No es que rechacemos su modelo por elitista, es que ni siquiera nos molestamos en conocerlo antes de condenarlo. Se critica por criticar, desde una ignorancia que debería avergonzarnos, pero que, paradójicamente, parece alimentar nuestro ego colectivo.
Estados Unidos, nos guste o no, ha diseñado un sistema migratorio estructurado, basado en la captación de talento y excelencia. Es un modelo meritocrático que prioriza a quienes pueden contribuir a su desarrollo. ¿Y nosotros? Aquí no hay un sistema claro, no hay estrategia, solo un constante dejar pasar que evita enfrentar preguntas incómodas. Pero, ¿acaso nos importa enfrentarlas? ¿Acaso nos importa pensar en el largo plazo o en las consecuencias de nuestras decisiones? Parece que no. Lo importante es mantener la ilusión, la fachada, el discurso que nos hace sentir moralmente superiores.
En el ámbito interno, la situación es aún más desoladora. Las leyes se redactan a conveniencia, diseñadas ad hoc para limitar derechos, proteger a unos pocos privilegiados o debilitar herramientas fundamentales del sistema jurídico.
La amnistía, la reforma de la acusación popular y otras modificaciones recientes responden, no al interés general, sino a la necesidad de mantener un relato o blindar a determinados sectores. El legislador, que debería ser el guardián de la equidad y el bien común, se convierte en el arquitecto de un marco legal que erosiona los cimientos del Estado de Derecho.
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Se habla de fortalecer las instituciones, pero los hechos muestran lo contrario. El desgaste de la separación de poderes, la constante interferencia política en la labor judicial y el ataque directo a la independencia de los jueces son síntomas de un sistema que se inclina peligrosamente hacia la arbitrariedad. ¿Queremos instituciones fuertes? Entonces dejemos a los jueces en paz, respetemos su labor y su independencia, y abandonemos el hábito de utilizarlos como peones en el juego político.
A la deriva de todo esto, algunos – destaco, algunos, no todos – medios de comunicación han pasado de ser un pilar informativo a convertirse en actores principales de la deformación del discurso público. Ya no se limitan a informar; opinan, adulteran y manipulan los hechos, especialmente cuando se trata de cuestiones judiciales.
La presunción de inocencia, que debería ser sagrada, es ignorada a conveniencia. Los medios publican declaraciones privadas de víctimas e investigados con el pretexto de «informar», pero lo que hacen, en realidad, es violar derechos fundamentales como la intimidad y el honor, contribuyendo activamente a delitos graves como la revelación de secretos.
En esta sociedad del espectáculo, se confunde el derecho a la información con el morbo y la persecución mediática. ¿Qué valor tiene un titular si se construye a costa de la dignidad de las personas? ¿Qué justicia puede existir si la opinión pública dicta sentencias antes de que lo hagan los jueces? Hemos llegado a un punto donde la verdad importa menos que el «relato», esa narrativa cuidadosamente fabricada para satisfacer intereses económicos y políticos.
Nos enfrentamos a una crisis de valores y principios fundamentales. La ética está en sus horas más bajas, y lo que debería ser la base de una sociedad democrática –el respeto por los demás, la independencia judicial, la honestidad– se ha convertido en una molestia que obstaculiza los intereses inmediatos. ¿Qué tipo de sociedad queremos construir? ¿Una donde las leyes se adapten a las necesidades de unos pocos? ¿Dónde la justicia sea un espectáculo en lugar de un proceso técnico e independiente?
Vivimos en un momento crítico en el que los valores fundamentales y los principios éticos que deberían sustentar una sociedad democrática están en peligro de extinción. El respeto mutuo, la independencia judicial y la integridad se perciben, no como pilares esenciales, sino como obstáculos para satisfacer intereses inmediatos y particulares.
¿Qué clase de sociedad estamos construyendo? ¿Una en la que las leyes se redactan a conveniencia de unos pocos? ¿Dónde la justicia se transforma en un espectáculo mediático, desprovisto de rigor técnico y neutralidad? Es hora de replantearnos si queremos un sistema basado en la fortaleza institucional y la ética, o uno corroído por la manipulación y el cortoplacismo.
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