El principio de legalidad y la malversación
Si la desviación se produce en favor de un actor público, un partido o una actividad política, podría considerarse una circunstancia agravante y no atenuante
(Foto: E&J)
El principio de legalidad y la malversación
Si la desviación se produce en favor de un actor público, un partido o una actividad política, podría considerarse una circunstancia agravante y no atenuante
(Foto: E&J)
Cuando un jurista escucha las tertulias de creadores de opinión sobre aspectos del orden jurídico, ya sea en la radio, lo más habitual, o en la televisión, sólo puede llamarse a escándalo. Es tal la profanidad de conocimientos de la que hacen gala algunos prominentes comentaristas que llevan a la reflexión, ¿tan desconocidos son el Derecho o la Ley para nuestra sociedad, incluyendo los niveles más cultos?
Me mueve a escribir este comentario las opiniones que escucho sobre el candente tema de la reforma del delito de malversación, como antes el de sedición, ambos en el ojo del huracán informativo. Las sesudas disquisiciones sobre si constituye un elemento de agravación o de atenuación que los caudales defraudados vayan al bolsillo propio o ajeno, no contemplan el bien jurídico protegido, que es el principio de legalidad consagrado en nuestra Constitución en los artículos 9 y 103. De hecho, ya se conoce la Enmienda presentada por Esquerra Republicana de Cataluña a la reforma del artículo 432 del Código Penal que abunda en ese sentido, limitando las penas a quien no destinen lo malversado al lucro personal.
El principio de legalidad obliga a los poderes públicos a respetar la norma emanada de la soberanía popular manifestada en las leyes. Con carácter simple su conculcación, en los niveles más dolosos, se protege con el delito de prevaricación tipificado en los artículos 404 para los funcionarios públicos y en el 446 para los jueces, ambos del Código Penal.
En un sentido más específico, la tipificación del delito de malversación protege el principio de legalidad presupuestaria, manifestación del anterior. No otra cosa. Se consagra en el artículo 135 de nuestra Constitución y se regula en la Ley General Presupuestaria de 1988, que viene a proclamar que los Presupuestos Generales del Estado constituyen la expresión cifrada, conjunta y sistemática de las obligaciones del Estado y las Administraciones Públicas.
El presupuesto es la manifestación cuantificada del principio de legalidad, el que indica lo que se puede hacer y lo que no y hasta cuánto. El poder del Gobierno y de la Administración está reglado y condicionado por lo que la ley le permite hacer y lo que no. No es un poder libre ni arbitrario, ni siquiera cuando se le conceden amplias facultades discrecionales. Es un poder vinculado por la Ley. En sentido sustantivo se manifiesta en la descripción de las potestades administrativas reguladas en las distintas leyes, especiales y generales. Su amplitud mayor o menor viene establecida por el presupuesto, ya sea el General del Estado o el de las concretas administraciones menores, sean las comunitarias o las locales. Nadie puede actuar sin presupuesto, de ahí que cuando no exista la posibilidad de su aprobación al final de un periodo, se declare prorrogado el de la anualidad anterior.
Poco significa para el legislador si la conculcación de este estricto principio deriva en un enriquecimiento personal o ajeno ni siquiera si significa un enriquecimiento o no para alguien. Lo que importa es que se está conculcando la voluntad de la soberanía popular manifestada en la ley.
Por tanto, poco importa el debate sobre el destino de la desviación de los caudales. Además, al contrario de lo que algunos pretenden, en mi opinión, si la desviación se produce en favor de un actor público, un partido o una actividad política, podría considerarse una circunstancia agravante y no atenuante porque son precisamente los sujetos y entidades públicas los directamente concernidos por la norma, los que mayor interés y cuidado debieran tener en la preservación de la legalidad presupuestaria.
Pero todas estas razones carecen de sentido cuando se trata de la persecución de fines paralegales. Siempre habrá algún jurista dispuesto a manchar su toga en pro de esos intereses difícilmente confesables y al margen del ordenamiento jurídico. Lamentable.
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