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Honor y libertad de expresión e información:estado de la controversia.

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Honor y libertad de expresión e información:estado de la controversia.

Joan Martínez. (Imagen: E&J)



David Jurado Beltrán.

1. Introducción.-



Algunos dirán que no son buenos tiempos para la defensa del derecho al honor. La forma en que la denominada “prensa rosa” entiende el derecho a informar a sus lectores, y el anonimato que permiten las nuevas tecnologías, desde luego no son buenos indicadores de la protección efectiva del derecho al honor en nuestro país.



Otros dirán que no son buenos tiempos para la libertad de expresión e información y como datos del “signo de los tiempos” podrán referirse a que algo va mal cuando se criminaliza la burla más o menos soez a la corona, o cuando (reverso de una misma moneda) se niega a la Reina la posibilidad de expresar opiniones estrictamente personales. Un dato objetivo: reporteros sin fronteras hizo público recientemente que coloca a España en el lugar nº 36 en el orden a la libertad de prensa; tres puestos por debajo del pasado año.

Lo que resulta claro es que vivimos en una sociedad cambiante, convulsa, en la que continuamente se discute la prevalencia de los valores; estamos en un momento histórico de los que los sociólogos califican como “líquidos”. La opinión que pueda tener cada ciudadano respecto a la endeble frontera entre el derecho al honor y el derecho a la información, incluso compartiendo unos mismos valores básicos, puede llegar a ser diametralmente opuesta a efectos prácticos. Lo que para unos constituye un flagrante ataque incluso a la dignidad de la persona, para otros no es más que periodismo en estado puro.



Lo que resulta claro es que, en el tema que nos ocupa, ni existen soluciones “mágicas”, ni podrá existir nunca una ley tan objetiva y ecuánime que “a priori” nos pueda orientar (sin margen de error) sobre el límite entre los derechos de libertad y expresión, y la intromisión en el derecho al honor de las personas. La interpretación que en cada momento el ciudadano afectado haga de la Ley, y en definitiva la interpretación final de los Tribunales de Justicia, nos marcará siempre la senda a seguir, lo que inexorablemente nos lleva a la subjetividad, al análisis del caso por caso, a cierta e inevitable inseguridad jurídica.

Lo que resulta deseable es que los Tribunales de Justicia no tengan como función, ni el convertirse en intérpretes subjetivos del honor de cada persona, ni en faro que ilumine las buenas prácticas periodísticas.  Así las cosas, el conflicto entre uno y otro derecho parece inevitable, e incluso en una sociedad democrática puede parecernos razonable que persista. Lo que respondería a un deseo generalizado es que la balanza entre ambos derechos se acercara lo máximo posible al equilibrio, y que el ciudadano conociera bien sus prerrogativas y los límites en el ejercicio de los mismos.

Sinceramente, creo que hoy no pueden establecerse esos límites con la suficiente objetividad y certeza. ¿Cuál es el estado de la cuestión? En el presente artículo intentaremos contestar a esta pregunta

Partamos de una premisa: el derecho al honor y el derecho a la libertad de expresión e información, son ambos derechos constitucionales de carácter fundamental, y sin que pueda establecerse una jerarquía entre los mismos; gozando uno y otro de una protección especial en todas las jurisdicciones y pudiendo ser objeto, en última instancia, de recurso ante el Tribunal Consitucional.

El derecho al honor (art. 18-1 Constitución Española) garantiza la protección de la buena reputación de una persona frente a expresiones que lo hagan desmerecer en la consideración ajena, al provocar su descrédito o que puedan considerarse afrentosas.

El derecho a la libertad de expresión (art. 20-1-a CE), implica la libertad de expresar y difundir los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, escrito o cualquier otro medio de reproducción; y el derecho a la libre información (art.20-1-d CE) permite comunicar y recibir libremente información veraz, por cualquier medio de difusión.

Cualquier jurista con un mínimo de experiencia, o cualquier ciudadano atento a la realidad, de inmediato identificará el conflicto: ¿Qué derecho ha de prevalecer en supuesto de colisión?

La respuesta depende de donde venga. Las creencias y valores de cada persona, la profesión de cada cual, el contexto del caso concreto, nos ofrecerán todo tipo de repuestas, seguramente la mayoría razonables y merecedoras de amparo. Ahora bien, en un Estado de Derecho, aquellas disputas que no se solucionan fuera de los Tribunales (lo que siempre sería deseable) a estos en última instancia les corresponde hacer frente. Pues bien, el criterio seguido por el Poder Judicial no podemos calificarlo como siempre coherente, ni orientado en una misma dirección.

En un tema tan controvertido, interpretable, con un componente de subjetividad protagonista, resulta normal y asumible que diversos tribunales dicten sentencias contradictorias sobre asuntos semejantes, o que en una u otra instancia se valoren los hechos de forma diametralmente distinta. Lo que no parece tan razonable, ni en ningún caso resulta conveniente, es que el Tribunal Constitucional, al dictar su última palabra, reproduzca los mismos “vaivenes” en contra del principio de seguridad jurídica y de la confianza de los ciudadanos en sus instituciones.

Por tanto, a la pregunta ¿Qué derechos fundamentales son los que han de prevalecer para el más alto tribunal, los del artículo 18-1 o les del artículo 20-1 de la Constitución?, podríamos decir que la jurisprudencia nos responde así: depende de cuando, como y quién litiga ante los Tribunales. Así de claro, triste y sencillo.

2. Evolución jurisprudencial.

Analicemos brevemente el devenir del conflicto ante nuestro Tribunal Constitucional…

En la primera jurisprudencia emanada del TC se llegó a reconocer una superior categoría del derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen; superior relevancia que se mantuvo hasta la sentencia 104/1986, por la cual (y sin duda por influencia de la jurisprudencia emanada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos), se pasó una orientación opuesta: la superior categoría de los derechos del artículo 20-1 CE.

Esta novedosa orientación jurisprudencial sólo se mantuvo hasta la sentencia 105/1990 (el famoso caso del periodista deportivo José Maria Garcia), haciendo prevalecer los derechos a la información y a la libre expresión, pero condicionando ahora esa prevalencia a determinados márgenes que se traducen en un límite claro y concreto: los Tribunales han de ponderar el ejercicio de la libre expresión y de la comunicación de información , para que no colisionen con otros derechos tan dignos de protección como los primeros.

Esta nueva línea del TC proclama, en definitiva, que han de prevalecer los derechos a la libre expresión y a la información (pues gozan de una proyección social o colectiva que ayuda a conformar la opinión pública), pero siempre que el ejercicio de estos últimos se produzca de manera acorde con las exigencias que el propio tribunal sienta y que se concretan en una adecuada ponderación al interpretar los derechos fundamentales.

Obviamente una nueva pregunta esta “servida”: ¿Qué debemos entender y quien debe hacerlo, por una adecuada ponderación? La respuesta no podrá posibilitar que salgamos por completo del margen de la inseguridad y la incerteza, por cuanto sólo puede ser esta: en última instancia la ponderación será el resultado de la valoración realizada cada caso concreto, teniendo en cuenta todos los elementos concurrentes (ponderación, además, que corresponderá siempre en una última instancia aplicar al propio Tribunal Constitucional).

En definitiva, el conflicto, ni se cierra, ni puede cerrarse. Sólo disponemos de una “guía” y un eje, la ponderación. ¿En que consistirá la ponderación? La ponderación exige examinar, cada caso, con proporcionalidad y equilibrio; distinguiendo el contenido y finalidad de cada derecho en conflicto, y teniendo siempre en cuenta por lo menos cinco criterios:

1. La libertad concreta que se está ejercitando; si realmente se defiende el honor u otros intereses personales; si la libertad de expresión se traduce en expresar ideas u opiniones, creencias o juicios de valor; y si la libertad de información se circunscribe a comunicar y recibir hechos realmente noticiables.

2. Que exista un interés general, público y real, respecto a la información concreta.

3. En ningún caso podrá valorarse en igualdad de condiciones la pretendida vulneración del derecho al honor de una persona con relevancia pública o sin ella.

4. Respecto al requisito de la veracidad objetiva, la exigencia de utilizar fuentes fiables, el deber de una mínima investigación contrastada y una diligencia debida sobretodo si quien ejercita el derecho a la información es un profesional del periodismo.

5. Y todo lo anterior siempre deberá valorarse bajo el peso que el derecho a la información tiene en toda sociedad democrática.

Sentado todo lo anterior, realicemos un análisis práctico, por un lado del desarrollo del derecho fundamental a la libertad de expresión, y del derecho fundamental a comunicar y recibir libremente información veraz; y por otro de la protección del derecho al honor; y los límites de uno y otro establecidos por la jurisprudencia.

Para el Tribunal Constitucional (sentencia 204/2001), el derecho de libertad de expresión “comprende la crítica de la conducta de otro, aún cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige”. El Tribunal Constitucional establece unos límites al ejercicio del derecho de la libertad de expresión, límites objetivos y límites subjetivos.

Como límite objetivo se levanta el muro del respeto al honor y a la intimidad de las personas y que se traduce en la prohibición de emplear términos o expresiones insultantes o vejatorias. Para que todo el mundo lo entienda: la libertad de expresión no comporta un derecho al insulto (Sentencia 181/2006: “Fuera del ámbito de protección de dicho derecho se sitúan las frases y expresiones ultrajantes u ofensivas, sin relación con las ideas u opiniones que se expongan, y por tanto, innecesarias a este propósito, dado que el artículo 20-1-a CE no reconoce un pretendido derecho al insulto, que sería, por lo demás, incompatible con la norma fundamental”).

Igualmente tenemos que referir que el anterior límite tiene, a su vez, sus límites también marcados por el propio TC: existen contextos en los que expresiones formalmente insultantes, podrían llegar a estar amparadas por el ejercicio de la libertad de expresión. Como muestra, varios “botones”.

En la sentencia 49/01, se admite una crítica muy subida de tono en el contexto de una fuerte polémica en una asamblea del Real Madrid: “como ha quedado registrado las expresiones aquí enjuiciadas fueron pronunciadas durante el discurso que el Sr. M.F dirigió, como presidente, a la asamblea del Real Madrid, en el contexto de una fuerte polémica pública…ha quedado acreditado que, en el transcurso de esta controversia se llegaron a entablar otros procesos judiciales al margen del que ha dado origen al presente recurso de amparo, en el que el demandante admitió haber calificado al Sr. M.F de embustero, mentiroso, zafío, histérico, tonto, descarado, perjuro, soberbio, cobarde, desvergonzado, hortera y cantamañanas y a uno de sus directivos de choricero soriano.

 Pues bien, de la lectura de la totalidad del discurso del Sr. M.F se deduce que la expresión “es mejor ser hijo de un choricero que de un chorizo” pretendía esencialmente defender ante los compromisarios del club el prestigio de éste frente a los reiterados ataques del periodista, quién había lanzado una campaña de desprestigio contra la institución y sus directivos”.

También los tribunales permiten una crítica mucho más desabrida contra personas con notoriedad pública, y principalmente contra políticos y más si cabe si nos encontramos en un contexto de campaña electoral (sentencia 204/2001: “estos personajes con notoriedad pública asumen un riesgo frente a aquellas informaciones, críticas u opiniones que pueden ser molestas o hirientes”).

Otro límite que se levanta es el de la “relevancia pública de lo expresado” (sentencia 174/2006: “la libertad de expresión, adquiere especial relevancia constitucional cuando se ejercite en conexión con asuntos que son de interés general, por las materias a las que se refieren y por las personas que en ello intervienen y contribuyan, en consecuencia, a la formación de la opinión pública, alcanzando entonces su máximo nivel de eficacia justificadora, frente al derecho al honor, el cual se debilita, proporcionalmente, como límite externo de las libertades de expresión e información, en cuanto sus titulares son personas públicas”).

Y como último límite obviamente encontraremos siempre la premisa de que el pretendido ejercicio de la libertad de expresión no implique la comisión de un delito, pues jamás bajo su protección podrán ampararse expresiones de tinte racista o xenófobo, ni el empleo de términos injuriosos o calumniosos.

Por su parte el Tribunal Constitucional también ha establecido límites al ejercicio del derecho de información, partiendo siempre de la definición de tal derecho dada por el propio Tribunal (Sentencia 121/2002: “El derecho a publicar o difundir aquellos hechos que merezcan ser considerados noticiables, o, lo que es lo mismo, el derecho a comunicar noticias, hechos o datos, sin añadir el periodista opiniones o juicios de valor”).

Un primer límite constitucional es la “veracidad de la información”, lo que implica la “comprobación diligente de la misma” pero sin que nunca pueda equivaler a la “verdad histórica”. “Las noticias, para gozar de protección constitucional, deben ser diligentemente comprobadas y estar sustentadas en hechos objetivos” (sentencia 121/2002). “El informador debe realizar una labor de averiguación de los hechos con la diligencia exigible a todo profesional de la información pero obviamente sin que la veracidad de la información se identifique con una realidad incontrovertible, que constreñiría el cauce comunicativo al acogimiento de aquellos hechos que hayan sido plena y exactamente demostrados, cuando la constitución extiende su garantía también a las informaciones que puedan resultar erróneas o sencillamente no probadas en juicio” (sentencia 297/2000).

Atendiendo a la trascendental importancia del ejercicio de la actividad periodística en toda sociedad plural, el TC profundiza en los límites que la misma debe respetar para no infringir otros derechos como el honor, estableciendo una “distinción entre noticias contrastadas y rumores o invenciones” (sentencia 61/2004), la “admisibilidad de errores no maliciosos o no esenciales sobre determinadas informaciones” (sentencia 192/1999) o el presupuesto de que “la exigencia de diligencia por el periodista no implica la legitimidad en la obtención de las fuentes informativas” (sentencia 158/2003).

En la misma línea, y en lo que respecta a la difusa frontera entre las opiniones y la simple transmisión periodística de noticias ajenas, el TC establece lo que entiende por “reportaje neutral” y que se plasma en sentencias como la 171/2004 o la 139/2007: “ La noticia difundida no encaja en lo que hemos dado en llamar reportaje neutral, entendido como aquel en el cual el medio de comunicación reproduce lo que un tercero ha dicho o escrito, limitándose a dar cuenta de declaraciones o afirmaciones de terceros que puedan eventualmente ser atentatorias contra los derechos. La información aquí enjuiciada no responde a las notas características de esta figura porque el objeto de la noticia no está constituida por declaraciones que imputan hechos lesivos del honor, quedando perfectamente identificado el autor de las mismas; ni el medio informativo aparece como mero transmisor de tales declaraciones, sin que haya realizado una reelaboración significativa de la noticia. En este caso, por el contrario, el medio de comunicación es autor y responsable de lo escrito, y por ello a la información publicada se le debe aplicar el canon ordinario de veracidad”.

En el ámbito del derecho a la libre información, se levanta igualmente el límite de la “relevancia pública” de la misma y que se traduce en la “trascendencia pública, en el sentido de noticiable, es decir, aquella información que se desenvuelve en el marco del interés general del asunto al que se refiera y que por tanto no es aquella información que simplemente se limita a satisfacer la curiosidad ajena” (sentencia 76/2002).

Y también aquí sin duda estamos ante el mismo límite subjetivo que para el derecho a la libertad de expresión: la relevancia pública en función de las personas a que se refiera la información, lo que nos lleva a distinguir entre personajes públicos (que incluiría desde luego a autoridades y funcionarios) y personajes con notoriedad pública (que incluye sin duda a los personajes comprendidos en la genérica categoría de “famosos”).

El TC aquí si establece una clara y deseable diferenciación entre unas (personas públicas) y otras (personas privadas con notoriedad pública), adquiriendo siempre relevancia pública la información sobre las primeras (por cuanto su conducta, su imagen, sus opiniones están sometidos al escrutinio de los ciudadanos).

En lo que respecta a la  información sobre las segundas, pese a ser personas privadas, puede también alcanzarles tal relevancia por ser ellos quienes exponen al conocimiento de terceros su actividad profesional o incluso su vida particular, de tal forma que el riesgo asumido por el personaje con notoriedad pública no se traduce en una minusvaloración a su derecho al honor (que sigue siendo la misma) pero que no puede traducirse en negar el derecho de quienes únicamente divulgan o critican lo que ellos mismos han revelado (sentencia 134/99: “estos personajes con notoriedad publica asumen un riesgo frente a aquellas informaciones, críticas u opiniones que pueden ser molestas o hirientes, no por ser en paridad personajes públicos, categoría que ha de reservarse únicamente para todo aquel que tenga atribuida la administración del poder público, en el sentido de que su conducta, su imagen, sus opiniones están sometidas al escrutinio de los ciudadanos que tienen un interés legitimo garantizado por el derecho a recibir información”. Derecho a recibir información que en ocasiones se proyecta incluso sobre personas que pese a que su “proyección pública” no es deseada, no dejan de estar obligados a soportar ciertas servidumbres en razón de datos objetivos (sirva por ejemplo el reciente revés sufrido ante los tribunales por la hermana de la Princesa Letizia).

Y por último, nos encontramos con límites que van intrínsicamente unidos a la propia dignidad de las personas: la prohibición del empleo gratuito de términos vejatorios, la revelación incesaría de datos íntimos de las personas, o la propia comisión de delitos, nunca amparados por el ejercicio constitucional de ningún derecho.

Todo lo hasta aquí expuesto resulta desde luego indicativo sobre la dificultad que presenta establecer unos parámetros fijos respecto al equilibrio entre el ejercicio de los derechos objeto de nuestro análisis. La realidad social desborda el marco jurídico y más cuando tantas veces la política o la prensa “rosa” dilucidan sus disputas y sus intereses gratuitamente ante los tribunales de justicia y por motivos no siempre confesables.

Existe la sensación de que los derechos aquí estudiados incluso se trivializan y que algunos entienden por honor la excusa para la resonancia pública o el beneficio económico, y otros entienden por libertad de expresión y de información el derecho al “todo vale” por la exigencia de ventas.

Lo que es evidente es que el conflicto entre estos derechos se proyecta demasiadas veces ante los tribunales de justicia. Algo está fallando, y con mucho mayor motivo si pensamos que es en el ámbito penal donde demasiadas veces se tiene que delimitar la frontera entre el honor y la información. No es deseable que se debata sobre la colisión de derechos constitucionales en sede penal. No es deseable que el periodista Jimenez-Losantos acuda como querellante cuando un juez (en un artículo periodístico) trivializó sobre el atentado terrorista sufrido por aquél, ni que acuda como querellado por presuntas injurias al alcalde de Madrid. No es positivo que Farruquito se querelle contra el periodista Gregorio Morán por afearle “con severa contundencia” los hechos que justificaron su famosa condena, ni es conveniente que el mismo periodista se pregunte en “La Vanguardia” del pasado sábado 25 de octubre ¿Cuántos bufetes de abogados trabajan en España para amparar el honor de los corruptos?

3. Conclusión.

En definitiva, el estado de la cuestión que aquí estudiamos no ofrece hoy un panorama demasiado positivo. El conflicto entre los derechos está al orden del día y los tribunales nos sorprenden con sentencias contradictorias; sin que el Tribunal Constitucional haya podido marcar unas pautas definitivas sobre un asunto que seguramente, por su propia naturaleza, nunca jamás podrá cerrarse sin conflicto.

Ahora sí, podemos formular unas conclusiones aunque solo sean provisionales:

1. La doble dimensión de la información y de la libertad de expresión, (como facetas intrínsecas de la libertad y como garantías institucionales) les atribuyen una posición preferente frente al honor; estando protegida la información cuando sea “veraz” (lo que no implica cierta, sino comprobada) y la expresión cuando no sea objetivamente vejatoria o humillante.

2. El principio de intervención mínima del derecho penal debería jugar un papel más relevante en el conflicto entre estos derechos.

3. Es imposible fijar “a priori” los límites entre el derecho al honor y a la libertad de expresión e información, de ahí que haya que resolver caso por caso.

4. Las circunstancias fundamentales que deberán prevalecer para el análisis caso por caso, son estas: la dimensión de la información, el carácter público o privado de la persona sobre la que recae la misma, y el interés general de esta.

5. Un análisis de la jurisprudencia no nos permite concluir qué afirmaciones o informaciones concretas pueden infringir derechos constitucionales. El abanico es tan amplio que requiere un estudio particularizado.

6. El Tribunal Constitucional no se limita a controlar la razonabilidad de las ponderaciones judiciales impugnadas por la vía del recurso de amparo, en el supuesto de conflicto de estos derechos, sino que debe verificar si los órganos judiciales han realizado una ponderación constitucionalmente adecuada de los mismos.

El derecho a la libertad de expresión no debiera confrontarse con el derecho al honor. Ambos son derechos fundamentales básicos en toda sociedad madura y la madurez se demuestra con el ejercicio equilibrado de ambos. Como siempre, se trata de volver a los clásicos; basta con aplicar al conflicto la mesura, el “mesotes” de Aristóteles.

 

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