La Constitución como garantía de futuro
"El 46º aniversario de la Constitución refleja fracturas democráticas"
(Imagen: E&J)
La Constitución como garantía de futuro
"El 46º aniversario de la Constitución refleja fracturas democráticas"
(Imagen: E&J)
Con ocasión del debate de totalidad del borrador de Constitución, Gregorio Peces Barba defendía en el Pleno del Congreso, de 5 de mayo de 1978, la importancia de un Estado social y democrático de derecho. Asimismo, Santiago Carrillo expresaba su inicial conformidad e incluso satisfacción con el texto recién presentado destacando que el principio democrático que consideraba fundamental para esa norma ya lo reconocía solemnemente la propuesta formulada al establecer que “la soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan todos los poderes del estado”.
A cualquier ciudadano español que no viviera la etapa constituyente y que tampoco se haya acercado nunca a la lectura de los debates de aprobación de nuestra vigente Constitución le sorprendería comprobar, si repasara estos últimos, cómo han cambiado los discursos y, sobre todo, la actuación de los líderes socialistas y comunistas.
Seguramente, quien lo haga podrá entender mejor que en el 46 aniversario de nuestra Constitución, y sin que ello constituya exageración alguna, los principios básicos de la reconciliación que la edificaron son ignorados, cuando no superados, y que llegamos a un nuevo 6 de diciembre con el espíritu del consenso constitucional esencialmente roto por el empeño de unos gobernantes de mantenerse en el poder a toda costa y sin importar el precio a pagar.
Del mismo modo que para el consenso inicial de construcción de nuestra democracia, núcleo del pacto de reconciliación de los españoles, la recuperación de ese clima ha de ser un gran proyecto colectivo en el que cada uno de nosotros pongamos nuestro granito de arena, siendo conscientes de cuánto nos jugamos y que esto no es charlatanería política.
No obstante, es obligado exigir que con carácter prioritario sea recuperada la ejemplaridad de los políticos, especialmente de algunos, en plenitud para que la desafección de los ciudadanos con la política se vea sustituida cuanto antes por el afán colectivo de trabajar por el bien común.
Un Gobierno de mayorías formales y por tanto ficticias, esto es, sustentado por la representación parlamentaria de mínimos porcentajes de apoyo social real a fuerzas políticas que rechazan la unidad del Estado -en torno a un millón y medio de personas votaron en las últimas elecciones generales a estos partidos-, si se compara con el porcentaje de voto de los veintiún millones españoles que apoyaron a grupos políticos no independentistas, desorienta de forma radical la consecución de objetivos hacia los de puro interés individual de partidos minoritarios y de quien quiere atrincherarse en el poder.
Eso no puede hacer otra cosa que deteriorar los principios democráticos que son la base inderogable de nuestra Constitución y, por tanto, los pilares de nuestra convivencia. Porque la Constitución no es una ley cualquiera, tampoco es un mero documento, ni una reliquia del pasado para encerrar en una urna y ser contemplada; es la garantía de convivencia, de presente y de futuro de un estado social y democrático de derecho en este gran país. Nadie tiene, pues, la legitimidad para romperla, deteriorarla o ignorarla.
Por esa razón, la dureza y trascendencia de tantos episodios vividos en este intenso 2024 no pueden ser ignoradas porque no son meras anécdotas, ocurrencias o bulos (odiosa palabra de moda). Son ataques a nuestra máxima garantía de convivencia solidaria y de pervivencia democrática.
La falta de respeto a los poderes del Estado y a su independencia desde el Gobierno, como si le pertenecieran, promoviendo acciones y medidas que dilatan, deforman o rompen las reglas básicas de la Constitución, atacando y desautorizando a los jueces, anulando e interviniendo el poder legislativo, convirtiendo la legislatura en un manual de resistencia en benéfico de unos pocos y a costa o en perjuicio de la mayoría, es todo lo contrario de lo que quisieron los padres de la Constitución, nuestros mayores, los que sellaron para siempre, con vocación de permanencia, un pacto de reconciliación y de futuro. Ni reproches, ni reivindicaciones del pasado tenían cabida en 1978 en el mayor gesto de generosidad que hemos vivido los españoles en siglos.
Una legislatura que comenzó tensionando al Poder legislativo al imponer en el Congreso de los Diputados y aprobar luego el uso de las lenguas cooficiales en algunas comunidades autónomas como oficiales en la sede de las Cortes Generales españolas con el argumento de valorar y reconocer la diversidad. ¿Quién niega la diversidad? ¿Quién niega la necesidad de defender la riqueza de la pluralidad de lenguas, culturas y costumbres? La Constitución lo afirma rotundamente en su art. 3.
Pero lo que se hizo con el cambio de Reglamento, incluso con su implantación antes del cambio de norma, o recientemente imponiendo la obligatoriedad de uso de todas esas lenguas en los tribunales con jurisdicción en toda España, es una mutación constitucional de facto, sin reforma por los procedimientos adecuados. El cumplimiento por todos de las leyes es imperativo, es democracia, no son meras formalidades. Debilitar o romper las costuras constitucionales por imposición de unos pocos no es una anécdota ni está justificado por el hecho de contar matemáticamente con votos parlamentarios suficientes cuando la decisión es contraria a la regla suprema que todos los españoles nos hemos dado para ser respetada por todos, sin excepción.
Y, de ahí, con máxima prioridad, seguimos con la aprobación de urgencia de la ley de amnistía, con los ataques al Tribunal Supremo y a todos los jueces, con los intentos de acabar con la libertad de prensa, con el cupo o la financiación singular exigida por las fuerzas independentistas catalanas, la cesión de competencias indelegables como la emigración y un largo etcétera de cesiones al margen de la Constitución, maquilladas siempre con un relato de parte que pretende sustituir la doctrina constitucional o la recta interpretación de los reglamentos comunitarios y que convierte en ordinario y generalizado el excepcional instrumento del Real Decreto Ley, el bloqueo del funcionamiento bicameral o la adulteración del procedimiento legislativo que es garante de los derechos de los parlamentarios y, con ello, de los ciudadanos a los que representan.
Someter los poderes del estado a intereses de parte significa romper líneas rojas de la democracia, las costuras constitucionales y, con ello, las garantías de los derechos de todos, dejando abierta la herida y expuesta a la infección de la arbitrariedad y del abuso de poder.
Cuando los parlamentarios denunciamos actuaciones inconstitucionales, no hacemos un ejercicio de catastrofismo, cumplimos con una obligación que hemos adquirido al asumir el mandato dado por el pueblo con el que nos comprometemos los servidores públicos: cumplir y hacer cumplir la Constitución y el resto del ordenamiento Jurídico.
Celebrar en 2024 la Constitución es reivindicar el respeto y cumplimiento de nuestra garantía de libertad y del resto de nuestros derechos, los de todos los ciudadanos, no solo de unos pocos que, coyunturalmente, con la única fuerza de la matemática parlamentaria, se dedican a torcer la voluntad de unos gobernantes que dejaron su dignidad y el respeto a los ciudadanos a la puerta de la Moncloa y de las Cortes Generales.
El pueblo soberano ha marcado nuevamente el camino: la solidaridad, la generosidad, el compromiso y la unidad. Una buena hoja de ruta para honrar a la Constitución y a los ciudadanos a los que tenemos que servir.