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La legítima y su disposición por el testador

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La legítima y su disposición por el testador



Por Placido Molina Serrano. Abogado Director Departamento Collection at Cuatrecasas

Es una constante del Derecho seguir al curso de los hechos. En las relaciones humanas –desde el principio de los tiempos– primero ocurrían los hechos como expresión de la libertad del hombre (y de la mujer) y solo cuando ésta se hacía arbitraria hasta el extremo de limitarla o aniquilarla, el sujeto acudía al Derecho, precisamente a salvaguardarla, de manera que lo que al principio era su antítesis terminaba siendo la salvaguarda de la tesis.



 



Esos hechos, en la parcela de la convivencia, generaban la familia, que se articulaba según criterios concurrentes, acordes con sus intereses, aspiraciones, proyectos y demás aspectos circunstanciales, entre los que no cabía olvidar a los económicos. Todo ensamblado en un entramado social de tal magnitud que inevitablemente necesitaba de la norma jurídica para su subsistencia.

 



En el devenir del tiempo, los pilares en los que se sustentó la familia, aunque eran los mismos, adoptaban las peculiaridades de cada época. Pero –como norma general– aquellos contribuían, indefectiblemente, al aglutinamiento de la familia –en lo jerárquico, personal y económico– en torno a los padres.

 

Esa conjunción de voluntades suponía el que todos remaran en la misma dirección con el consiguiente desembarco del “remiso” a los remos.

 

Así se conseguía un patrimonio al que todos los miembros habrían contribuido según las individuales circunstancias de cada cual. Pero primero era la familia y consecuencia de ella el acervo patrimonial conseguido.

La evolución de las circunstancias sociales arrastró consigo a la originaria idea de familia, que no pudo sustraerse a los modos imperantes en cada época y de manera muy sensible a las relaciones entre sus miembros.

 

La unidad permanente de familia hizo aguas y aparecieron fugas por diversos costados. Precisamente los dos pilares fundamentales (padre y madre) se desvanecieron hasta tal extremo que aunque ostentando esa condición progenitora ya eran padre o madre en otra familia (en términos deportivos se podría decir que jugaban en equipos distintos, incluso, para colmo, en equipos contrarios, cuando no encarnizadamente enemigos; la familia, en la concepción clásica, se había ido al traste).

 

Consecuentemente, los hijos de la familia inicial se verían recorriendo la senda escogida por alguno de sus progenitores sin contar con su voluntad, sino por inercia de la ley, que en su frialdad trataba de remediar lo que no supieron o quisieron evitar; las víctimas de una batalla no librada por ellos.

 

El alma de la familia se habría ido a hacer “gárgaras”. Quedaba el cuerpo, los intereses, las prestaciones, los medios económicos y, a veces, la lucha a “cara de perro” para hacerse con estos.

 

Sarcásticamente se pasó de que la familia aglutinara un patrimonio a que fuera éste el que aglutinara a la familia –o lo que quedara de ella- en torno a él.

 

Decir esto parece que es estar ante la “perversión” del lenguaje, cuando éste realmente no hace sino expresar la perversión de las ideas y de los sentimientos.

 

No se trata de plantear una situación apocalíptica, no. La vida, con unas normas u otras, en esas circunstancias o diferentes, continuará, pero es innegable que un cambio de hechos precisará de un cambio del Derecho.

 

Si el acervo patrimonial se desparrama entre los diversos miembros de la familia originaria, habrá que ver cuál es la situación de cada uno de ellos, qué ha contribuido a su formación, y quién dio la espalda; porque si bien inicialmente, los hijos, en la medida de sus posibilidades, contribuían a formar ese patrimonio y en justa correspondencia tendrían derecho a una parte de él, que llegado el momento hereditario sería su legítima, ¿qué legítima podría reclamar el que nada hubiera aportado; el que –mal que le pesara- se hubiera integrado en otra u otras, sucesivamente, familias, según las circunstancias propiciadas por el progenitor que le guardaba y custodiaba?

 

Entre los que continuaron vinculados a la rama familiar que generó y fomentó el patrimonio y los otros tenía que haber una diferencia. Si los hechos habían cambiado, también tenía que cambiar el Derecho.

 

Unos hijos desentendidos, cuando no enfrentados a quien rige el patrimonio familiar y principal artífice del mismo, no pueden presentarse con las manos abiertas el día de la transmisión hereditaria a por “su legítima”; porque carecen de legitimidad para ello; porque sería consolidar lo injusto al amparo del Derecho, vaciando a éste de su esencia.

 

¿Cuál es el derecho de ese hijo eternamente ausente –y en ocasiones peor si está presente- hasta el día del “reparto”?

 

No puede aglutinarse la familia a través del patrimonio. Sería tanto como primar las consecuencias sobre las causas.

 

Si la legitima tuvo entre sus justificaciones la sujeción a la unidad familiar, ¿dónde se busca cuando se produce la diáspora de sus miembros?

 

Esta es la realidad social en el tiempo que vivimos. Es la realidad social a la que remite el Art. 3 del Código Civil cuando se ocupa de la aplicación de las normas jurídicas, “atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas”.

 

No hay que agudizar mucho el ingenio para comprender que esa norma interpretativa, dirigida a los operadores del Derecho, tenía un destinatario destacado muy especialmente, los jueces.

 

Estos, en su cotidiana labor de aplicar las normas, tendrían como punto de referencia las circunstancias sociales reinantes en ese tiempo para que se diese la debida correlación entre la norma y el fin perseguido por ella.

 

Pero la mirada hacia las circunstancias sociales no siempre ha de ser la del juez. A éste se le da la norma y ya está advertido de la referencia social; primero la norma y luego el contexto en el que ha de aplicarse.

 

También al legislador le debe llegar su turno de mirar a la realidad social a la hora de elaborar una Ley, o de revisarla, incluso derogarla.

 

Le llega sin proponérselo; por la dinámica de los hechos; porque las exigencias humanas precisan de unos canales de desenvolvimiento que solo en el Derecho pueden encontrar. La sociedad demanda solución a sus problemas y en cada caso y momento acordes con lo que es el espejo de la sociedad, las relaciones humanas y entre ellas –por más humanas o inhumanas – las familiares.

 

Cuando nos vamos a referir a la legitima que el Código Civil regula en sus Arts. 806 y siguientes, no podemos sustraernos a volver la vista a la Ley de 11 de Marzo de 1888, que en su Base 15 determina los principios a que se ajustará el tratado de las sucesiones surgido de la misión legislativa encomendada a la Comisión general de Codificación y asistencia de Senadores y Diputados. Concluye la Base –tras referirse a la institución de heredero, testamentos, desheredación- diciendo: “…y completándolo con cuanto tienda a asegurar la verdad y facilidad de expresión de las últimas voluntades”.

 

Indudablemente el Art. 806 C.C. fue redactado con el propósito de asegurar el cumplimiento del texto de la Base citada.

 

El interrogante que se abre es el de si aún es acorde, consecuente, con esa Base. La realidad social demanda unas normas diferentes a las que, entonces, nacieron a su amparo, precisamente porque el supuesto tenido en cuenta en aquel momento y el que ahora se contempla son muy distintos. Nos vale el mandato de la Base, pero con otras consecuencias.

 

A día de hoy el Art.806 CC dice que “Legitima es la porción de bienes de que el testador no puede disponer por haberla reservado la ley a determinados herederos, llamados por esto herederos forzosos”.

 

No es el momento, ni el propósito de entrar a valorar los distintos criterios doctrinales, como si se trata de “pars bonorum” o “pars hereditatis”, ni si esa disposición es o no libremente; como tampoco de las consecuencias según prevaleciera una u otra interpretación. Basta destacar la prohibición legal de disponer de (sus) bienes.

 

¿Cuál es el alcance de esa prohibición? Del Art. 808 se desprende que de ese caudal solo un tercio es de libre disposición y los otros dos se reparten, uno con rigurosa indisponibilidad –legítima estricta –, y otro con disponibilidad atenuada –tercio de mejora- sin adscripción concreta para un legitimario, pero necesariamente para uno de ellos.

 

Por tanto en la mente del legislador pesaron razones para –aunque mínimamente – tener en cuenta la voluntad del testador. De esas razones debieron decir mucho las circunstancias sociales del tiempo en el que se elaboró la ley. Si se admite que esto fue así, no hay por qué descartar que la evolución de aquellas circunstancias conlleve la adaptación de ese concepto de legítima a la actual realidad social.

 

En esta evolución habría que amparar la reforma hecha por el legislador vasco mediante la Ley 5/2015 de 25 de junio, entre otras materias, en lo relativo a la legítima, que ahora nos interesa.

 

En su Exposición de Motivos se dice que el Titulo II se ocupa de las sucesiones y matiza que el Derecho sucesorio fue consuetudinario, salvo el Fuero de Ayala. Ahora –continua- “se establece una redacción única acompañada de las normas especiales para Bizkaia y Ayala, ampliándose de esta forma la libertad del testador.” “El Fuero de Ayala mantiene la libertad de testar, que dado el arraigo que esta libertad tiene en esta zona, se cree prudente mantener”.

 

Ya el Art 5, tras referirse a las distintas modalidades de propiedad peculiares del Derecho civil vasco, dice que las leyes las ampararan “…de forma que las mismas se acomoden a la realidad social del tiempo en que deban ser aplicadas”.  Consecuente con ello, en su Art.48 establece: “1. La legítima es una cuota sobre la herencia que se calcula por su valor económico, y que el causante puede atribuir a sus legitimarios a título de herencia, legado, donación o de otro modo; 2. El causante está obligado a transmitir la legítima a sus legitimarios, pero puede elegir entre ellos a uno o varios y apartar a los demás, de forma expresa o tácita…”.

 

El apartamiento juega un papel importante en el Fuero de Ayala, pues si bien el testador tiene libertad de testar está sujeto a este requisito. Los herederos forzosos tienen, pues, una legítima puramente formal; el testador tiene que mencionarlos para excluirlos.

 

Entendemos que mediante él se constata y garantiza la voluntad del testador.

 

Se advierte que tanto en el Derecho civil vasco como en el Código Civil se dispensa especial relevancia -elevándolo a principio interpretativo– a la realidad social del tiempo de aplicación de la norma. La lejanía, en el tiempo, entre uno y otro texto articulado, lleva a consecuencias distintas.

 

En aquél prevalece la libertad de testar; en éste –esa libertad- se reduce a un tercio de la herencia; el desfase es manifiesto; la realidad social actual juega contra el Código Civil.

 

Aunque este último recoge supuestos de desheredación, las circunstancias que los sustentan ya han sido superadas por una vorágine de conductas más sutiles, más perversas, la afrenta continua, el desapego familiar, el maltrato psíquico y otros tantos que corroen las relaciones familiares hasta dejarlas reducidas a la mera “expectativa” de un patrimonio al que se consideran acreedores por mera disposición legal.

 

Estamos ante aquellos padres que tienen hijos únicamente a la hora de abrir el testamento. Repugna a la conciencia jurídica que el Derecho sestee mientras tanto.

 

Si nos pusiéramos en la situación del Juez que tuviera que resolver sobre esta cuestión de la legítima, nos pondríamos a cavilar sobre el ordenamiento jurídico a aplicar, porque los artículos ochocientos seis y siguientes del Código Civil nos obligarían a mantener la legítima, pero el artículo tres del propio código nos aferraría al Derecho Civil vasco.

 

En manos del legislador queda el remedio a este dislate.