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La prescripción de los delitos: guerra institucional y efectos colaterales

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La prescripción de los delitos: guerra institucional y efectos colaterales

(Imagen: el blog de DIGI)



1. Los antecedentes.

Esta disputa se inició a raíz de la STC 63/2005, de 14 de marzo (ponente Gay Montalvo), que consideró contraria al derecho fundamental a la tutela judicial efectiva la Jurisprudencia del Tribunal Supremo según la cual el mero acto de interposición de una querella o denuncia interrumpe ya la prescripción penal a los efectos del art. 132.2 CP. Como es sabido, este precepto dispone que «la prescripción se interrumpirá, quedando sin efecto el tiempo transcurrido, cuando el procedimiento se dirija contra el culpable». A juicio del Tribunal Constitucional sólo mediante un «acto de intermediación judicial» cabe dirigir el procedimiento penal contra un ciudadano. Cualquier otra interpretación debe considerarse irrazonable y opuesta, por tanto, a aquel derecho fundamental, del que se deriva el derecho a una resolución judicial «razonada, es decir, basada en una argumentación no arbitraria, ni manifiestamente irrazonable, ni incursa en error patente».



2. Las consecuencias.

Una de las principales consecuencias de esta sentencia es la necesidad de declarar prescritas un elevado número de infracciones penales, en especial, de delitos contra la Hacienda Pública, en los que la práctica de la Agencia Tributaria y de la Fiscalía había sido apurar los plazos antes de interponer las correspondientes querellas o denuncias. Además, de acuerdo con la propia Jurisprudencia del Tribunal Constitucional -asumida por el Tribunal Supremo- una Sentencia dictada en amparo que declara contraria a la Constitución una determinada interpretación de la ley constituye un «hecho nuevo», lo que, en principio, debe permitir a los reos afectados por este cambio de interpretación solicitar la revisión de sus condenas ya firmes.

La STC 63/2005 fue muy mal recibida por la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que se negó rotundamente a aplicarla en el Acuerdo no jurisdiccional de 12 de mayo de 2005 al entender que el Tribunal Constitucional había invadido sus competencias como garante de la legalidad ordinaria. A esta discrepancia se sumaron tanto la Fiscalía como la Abogacía del Estado.  Tales órganos entendieron que la Sentencia no vinculaba al ser un único precedente, al haber sido dictada por una Sala – y no por el Pleno del Tribunal-, al estar acompañada de diversos votos particulares y al anular un pronunciamiento de una Audiencia Provincial -y no del Tribunal Supremo-. Sin embargo, esta oposición generó un importante desconcierto entre los demás Jueces y Tribunales del orden penal, hasta el punto de que en algunas Audiencias unas secciones se han adherido a la postura del Tribunal Constitucional y otras a la del Tribunal Supremo.



En su pronunciamiento sobre el «caso Urbanor» el Tribunal Constitucional ha reiterado de forma clara y rotunda la doctrina ya establecida en la STC 63/2005. Así, ha afirmado literalmente que «si el fundamento de la prescripción es la imposibilidad del ejercicio del ius puniendi del Estado como consecuencia de la renuncia al mismo, es evidente que sólo puede interrumpirse en el ámbito penal cuando se realicen actuaciones (naturalmente, por quien tenga la competencia para ejercer el ius puniendi en dicho campo, quien en el actual estado de nuestra legislación únicamente puede ser el juez) de las que pueda deducirse la voluntad de no renunciar a la persecución y castigo del ilícito». En algunos pasajes de la Sentencia el Tribunal no duda en referirse de manera directa a la perspectiva opuesta del Tribunal Supremo utilizando incluso argumentos esgrimidos por éste en algunas de sus resoluciones para mostrar las debilidades de su planteamiento.

Lo cierto es, en todo caso, que con esta nueva resolución decaen prácticamente todos los argumentos esgrimidos por la Sala Segunda, la Fiscalía y la Abogacía del Estado para justificar su inicial decisión de no aplicar la doctrina constitucional. Así, ya no cabe afirmar que se trate de un único precedente, ni tampoco que esté acompañado de diversos votos particulares -en este caso existe una sola opinión discrepante- ni tampoco que la decisión afecte sólo al fallo de una Audiencia Provincial. El único argumento que subsiste es que se trata, ciertamente, de una sentencia de una Sala y no del Pleno del Tribunal; sin embargo, el art. 5.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial no parece efectuar distinciones cuando dispone que los jueces y tribunales deberán interpretar las leyes y reglamentos «según los preceptos y principios Constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos».

Pese a ello, en el Acuerdo de 26 de febrero de 2008 los Magistrados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo han reiterado su decisión de no acatar el pronunciamiento constitucional por entender que supone una flagrante invasión de su ámbito de competencias. En tal sentido, aunque se comparta la conclusión final del Tribunal Constitucional acerca de la ineficacia interruptora de la denuncia o querella, resulta llamativo que la interpretación del Tribunal Supremo no haya sido rechazada por una posible vulneración del principio de legalidad, sino por entender que dicha interpretación eran tan absolutamente irrazonable que conculcaba el derecho de los ciudadanos a una efectiva tutela judicial (art. 24.1 CE). De esta forma de argumentar discrepan incluso algunos de los principales críticos de la interpretación del Tribunal Supremo, pues, aunque se rechace la conclusión a que éste llega, lo cierto es que dicha posición ha sido defendida de forma motivada en numerosas Sentencias. El argumento de vulneración del derecho fundamental a la legalidad, sostenido por la doctrina, parecía, entonces, más firme y es lamentable que no haya sido explorado en todas sus posibilidades.

Sea como fuere, aunque al Tribunal Supremo pueda asistirle una cierta razón en su disgusto ante el fallo constitucional, la decisión de rebelarse contra él no sólo propicia un escenario de grave incertidumbre, sino que parece contradecir el sentido de actuaciones previas del propio Tribunal. Así, por ejemplo, cabe destacar cómo en su Sentencia de 20 de junio de 2006 (ponente Bacigalupo Zapater), sobre el llamado «caso Falun Gong», el Tribunal Supremo no dudó en considerarse vinculado por la doctrina sentada por el Tribunal Constitucional -en el marco de un previo recurso de amparo- declarando que los tribunales españoles eran competentes para perseguir supuestos actos de genocidio cometidos en Guatemala. Aunque en su sentencia el Tribunal Supremo dedicó varias decenas de páginas a explicar por qué creía que el Tribunal Constitucional se había equivocado al interpretar los preceptos legales que regulan los límites competenciales de la jurisdicción española, ello no fue óbice para aceptar que, pese a todo, estaba obligado a aplicar dicha doctrina.

En tal sentido, no parece que quede mucho margen legítimo a los Magistrados de la Sala Segunda para inaplicar la doctrina del Tribunal Constitucional: la legislación es clara estableciendo que es este último Tribunal quien determina el alcance de sus propias competencias. Así, el art. 4.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional establece de forma clara que «en ningún caso se podrá promover cuestión de jurisdicción o competencia al Tribunal Constitucional», añadiendo que éste «delimitará el ámbito de su jurisdicción y adoptará cuantas medidas sean necesarias para preservarla, incluyendo la declaración de nulidad de aquellos actos o resoluciones que la menoscaben». Por su parte, el art. 4.2 de la misma Ley dispone literalmente que «las resoluciones del Tribunal Constitucional no podrán ser enjuiciadas por ningún órgano jurisdiccional del Estado». A la vista de estos preceptos, y con independencia de que el Tribunal Supremo pueda tener razón cuando afirma que el Tribunal Constitucional ha invadido su ámbito competencial, cabe advertir hasta qué punto resulta grave e inesperada la decisión de no acatar los pronunciamientos de este último Tribunal.

Todas estas circunstancias configuran un escenario ciertamente preocupante para los próximos años, en los que muy probablemente continuará la radical división existente entre los diversos jueces y tribunales del orden penal y, por tanto, las graves desigualdades entre los ciudadanos afectados por estas discrepancias. A día de hoy no resulta sencillo pronosticar cómo puede acabar resolviéndose una situación tan insostenible como ésta: por un lado existe la seria posibilidad de que, en el futuro, el Pleno del Tribunal Constitucional se pronuncie, ratificando o modificando la doctrina sentada por su Sala Segunda; también, cabe que nuevas incorporaciones al Tribunal Supremo modifiquen aquello que, por lo menos ante la opinión pública, parece ser una posición tan firme como unánime. Otra posibilidad, que sin duda contribuiría a simplificar el problema, sería un cambio de opinión en la Fiscalía; sin embargo, ello parece poco probable a la vista de algunas declaraciones del actual Fiscal General del Estado, uno de los principales valedores, en su etapa como Magistrado del Tribunal Supremo, de la doctrina ahora declarada inconstitucional. Finalmente es de esperar que una actuación del legislador, reformando el ambiguo art. 132.2 CP, pueda aclarar las cosas; pero si éste se decantara por dotar de valor legal a la interpretación del Tribunal Supremo seguirían sin tener una solución clara los hechos acontecidos antes de la reforma.

3. El daño ya está hecho.

En todo caso, con independencia de cómo acabe resolviéndose el problema, buena parte del mal causado ya no tiene remedio. En especial, el daño ocasionado a la imagen de aquellas instituciones que se supone que deben contribuir a garantizar a los ciudadanos la seguridad jurídica y la máxima igualdad posible en la aplicación del texto de la ley. Mientras el Tribunal Supremo y el Constitucional dirimen sus disputas, hay personas que están siendo condenadas a prisión en las mismas circunstancias que propician la absolución de otras. Por ello, más allá de quien gane esta guerra institucional, es seguro que alguien ya la ha perdido, y seguramente continuará perdiéndola durante los próximos años: la Justicia, con mayúsculas.

 

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