Debemos de partir de la presunción de capacidad que se nos concede y presume, en tanto no se dé causa de incapacitación y se decrete ésta. Rige, en consecuencia, una presunción iuris tantum de la capacidad mental de la persona que solo quedará destruida por una prueba directa, siendo en este caso determinantes los informes médicos que sustenten la petición.
La declaración de incapacidad posee un carácter excepcional y la causa de ello radica en el carácter restrictivo de la institución, pues afecta directamente a la autonomía y los derechos de la persona incapacitada. De este modo, el Tribunal Constitucional (STC 14-2-2011, EDJ 2011/10224) ha puesto de manifiesto que “el derecho a la personalidad jurídica del ser humano, consagrado en el art. 6 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, lleva implícito el reconocimiento del derecho a la capacidad jurídica de la persona, por lo que toda restricción o limitación de su capacidad de obrar afecta a la dignidad de la persona y a los derechos inviolables que le son inherentes, así como al libre desarrollo de la personalidad (art.10.1 CE)”.
Por ende, la declaración de incapacidad de una persona solo se acordará por sentencia judicial, por las causas expresamente establecidas en el art. 200 del Código Civil y por el procedimiento de incapacitación judicial instado por el cónyuge, los ascendientes, descendientes, hermanos del incapaz o Ministerio Fiscal. En este sentido y de conformidad con dicho precepto, la incapacidad judicial exige la previa demostración por el demandante de que el presunto incapaz tiene una enfermedad o deficiencia de carácter físico o psíquico que, por un lado, revista un carácter permanente, y, por otro lado, le impide el autogobierno, tanto en el aspecto personal como patrimonial, produciendo una merma o deterioro en la personalidad que afecte, en particular, a la capacidad intelectiva y volitiva o de decisión inhabilitante para el ejercicio de los derechos civiles y demás actos consecuentes de trascendencia jurídica (SSTS 31 diciembre 1991, 19 febrero 1996, y 28 julio 1998).
En cuanto a cuáles son las causas concretas que conllevan la incapacitación judicial, el artículo referido no enumera una serie de enfermedades o deficiencias concretas, pero sí que establece un límite en lo referido a su persistencia en el tiempo y el impedimento que producen en la persona para su propio autogobierno. Nuestra jurisprudencia menor, como la SAP Ourense 291/2019, de 17 de julio (núm. rec. 489/2018), sí que da unas pautas en el sentido de clarificar cuándo debemos entender que se dan estas circunstancias: “La nota de la persistencia ha de entenderse como cronicidad o larga duración, excluyéndose, por tanto, la enfermedad momentánea, y gobernarse por sí mismo no es sino guardarse o dirigirse en el ejercicio de los derechos civiles, entendido en términos generales, esto es, referido al comportamiento normal del individuo en relación a su persona y bienes”.
En la misma dirección se pronuncia la SAP Madrid 762/2018, de 28 de septiembre (núm. rec. 1044/2017), estableciendo una serie de criterios que hay que valorar para ver si concurre o no causa de incapacidad: “Es lo fundamental, no que se padezca una determinada forma de enfermedad mental, sino sufrir una perturbación que sea origen de un estado mental propio con repercusiones jurídicas. Tal estado mental viene caracterizado por la concurrencia de una serie de elementos, a saber: a) Existencia de un trastorno mental cuya naturaleza y profundidad sean suficientes para justificar dichas repercusiones (criterio psicológico); b) Permanencia o habitualidad del mismo (criterio cronológico), y c) Que como consecuencia de dicho trastorno resulte el enfermo incapaz de proveer a sus propios intereses, o, en palabras del Código Civil, de gobernarse por sí mismo (criterio jurídico), debiendo interpretarse tal expresión no en sentido absoluto de imposibilidad total, plena y completa de guiarse o dirigirse a sí mismo o a sus intereses, sino que basta que la enfermedad o deficiencia mental de que se trate implique una restricción sustancial o grave del autogobierno, pues como señala el Tribunal Supremo desde antiguo, no puede exigirse un estado deficitario del afectado mucho más profundo o grave del que exige la propia literalidad del precepto mencionado, permitiendo el artículo 210 del Código Civil, hoy 760 de la LEC, que se modulen la intensidad de la incapacidad y las correlativas medidas de protección en atención al grado de discernimiento del presunto incapaz”.
La incapacitación debe interpretarse a la luz de los principios de la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas Discapacitadas, especialmente el principio de participación de la persona con discapacidad previsto en el art. 12 de la Convención, según el cual los Estados Partes proporcionarán salvaguardias adecuadas en la adopción de medidas que protejan los derechos, la voluntad y preferencias de la persona, sin la interferencia de intereses contrapuestos, únicamente prevaleciendo el interés de la persona discapacitada, siendo las medidas proporcionales y adaptadas a las circunstancias de la persona.
Así, en el Derecho civil español la incapacitación se configura como un sistema gradual y flexible en el que el régimen de protección aplicable se adecuará al nivel de autogobierno y a las necesidades concretas del incapaz, sin perjuicio de su ulterior revisión si cambian las circunstancias personales de la persona incapacitada. Así, optaremos por el régimen de tutela o de curatela según las circunstancias concretas del presunto incapaz.
La tutela es la forma de apoyo más intensa, y está pensada fundamentalmente para proteger los intereses de los menores e incapaces. Se considera como un deber que obliga al tutor a actuar siempre en beneficio del tutelado, dado que tiene por imposición legal un interés legítimo en todo lo relacionado con él. En concreto, estos deberes están orientados principalmente al cuidado de la persona y a la gestión de su patrimonio.
A diferencia de la tutela, la curatela es una institución flexible que se caracteriza por su contenido de asistencia y supervisión, no por el ámbito personal o patrimonial. La curatela tiene por objeto complementar la deficiente capacidad del incapaz sujeto a ella, pero el curador no es un representante legal, sino que simplemente le asiste a la hora de llevar a cabo aquellos actos jurídicos para los que la ley requiera su presencia.
Tras la Convención de Nueva York de 13 de diciembre de 2006, se pasa de un régimen de sustitución en la adopción de decisiones a otro basado en el apoyo para tomarlas. El curador no suple la voluntad del afectado, sino que la refuerza, controla y encauza, por lo que su función no viene a ser de representación, sino más bien de asistencia y protección.
En la determinación del régimen de protección más adecuado para el incapaz, el núcleo del juicio de incapacidad es la real y efectiva protección de la persona discapacitada mediante el apoyo que pueda necesitar para el ejercicio de su capacidad jurídica. Lo anterior se plasma en que la institución está constituida como un marco graduable y abierto de posibilidad, se trata de la elaboración de un “traje a medida”, tal y como ha declarado el Tribunal Supremo en su Sentencia 1 julio 2014: “Se trata de un traje a medida, que precisa de un conocimiento preciso de la situación en que se encuentra esa persona, cómo se desarrolla su vida ordinaria y representarse en qué medida puede cuidarse por sí misma o necesita alguna ayuda; si puede actuar por sí misma o si precisa que alguien lo haga por ella, para algunas facetas de la vida o para todas, hasta qué punto está en condiciones de decidir sobre sus intereses personales o patrimoniales, o precisa de un complemento o de una representación, para todas o para determinados actuaciones. Para lograr este traje a medida, es necesario que el tribunal de instancia que deba decidir adquiera una convicción clara de cuál es la situación de esa persona, cómo se desarrolla su vida ordinaria, qué necesidades tiene, cuáles son sus intereses personales y patrimoniales, y en qué medida precisa una protección y ayuda”.
Como hemos apuntado, la presunción de capacidad se destruye con una prueba directa, en relación a los informes médicos aportados por los promotores y el del Médico Forense, y éstos, por tanto, juegan un papel determinante para conformar la convicción del tribunal de instancia. Se cuestiona el mayor peso probatorio que atribuye el juzgador al informe del Médico Forense en cuanto se emite por un perito judicial, cuyas condiciones de imparcialidad y objetividad dimanan de su cargo y posición funcional en la Administración de Justicia y, por lo general, se alimentará de los informes médicos emitidos por los profesionales que generalmente tratan al enfermo cuya incapacidad se promueve. En esta línea, se pronuncia la SAP Madrid 762/2018, de 28 de septiembre (núm. rec. 1044/2017) al razonar que “en cuanto a la apreciación de la incapacidad, claro está, son de extraordinaria importancia los informes médicos –no vinculantes– al constituir la base misma de la incapacitación, si bien por imperativo legal, lo esencial es que el Juez o el Tribunal de segunda instancia verifique personalmente el examen del presunto incapaz, que según el sentido propio de esta palabra impone inquirir, investigar o escudriñar con diligencia y cuidado la persona del enfermo, actuación ésta que no puede calificarse propiamente de reconocimiento judicial– art. 353 L.E.Civil–, sino que se trata de una prueba directa, legal autónoma y obligada, que junto con las que se refiere el artículo 759 y las que suministran las partes, componen el material probatorio suficiente para pronunciar la decisión judicial que, en el ámbito civil, se presenta como una de las más trascendentes, y que una vez constatada la situación de incapacidad revela la necesidad de poner en funcionamiento los mecanismos de guarda y protección previstos en los artículos 215, 222 ó 287 Código Civil, pues esa y no otra es la finalidad de la incapacitación, la protección de la persona que no se halla en condiciones físicas o psíquicas, de protegerse a sí mismo.”
Podemos concluir que la esencia y sustancialidad de la declaración de incapacidad es dotar de protección a la persona con patologías limitadoras o excluyentes de su discernimiento, y que conserva y mantiene sus derechos fundamentales, buscando la solución protectora más adecuada y eficaz sin comprometer su dignidad, pudiendo aplicar fórmulas progresivas de adaptación gradual y flexible que encuentran su justificación en la no creación de más barreras a las que ya posee la persona a favor de la que se promueve su incapacitación y en la necesidad de protegerle para que se decida por él o con él.
DOMINGO MONFORTE ABOGADOS ASOCIADOS.