LA AUGUSTA FUNCIÓN DE JUZGAR
LA AUGUSTA FUNCIÓN DE JUZGAR
Joan Martínez. (Imagen: E&J)
La Vanguardia del día 8 de octubre en su página 19 alude (en un excelente y enjundioso artículo de José María Brunet) al malestar de los juzgadores, que se sienten afectados, no ya por las insuficiencias remunerativas económicas, sino porque perciben que «la justicia está desbordada y cada vez es más difícil resolver los casos con la dedicación que se merecen ( )». Ciertamente esta Revista, como el Caballero Du Guesclin ( ) afirma aquel decir de «ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor».
Y el señor de esta revista es la Justicia. La Justicia más que potencia ha de ser acto, la Justicia en su realización, resolviendo el caso controvertido, trasciende en la Sentencia.
La funcionalidad de esta revista y su pragmatismo, así como el respeto debido a toda autoridad legítimamente constituida le conduce a pronunciarse solo en función de aquel ideal al que sirve, en la búsqueda de una indispensable utilidad.
Si es verdad – y lo es – que el Derecho es para la vida y no la vida para el Derecho, aquella justicia impuesta por la autoridad jurisdiccional ha de ser lo más perfecta posible, humanamente, es decir razonable. Lo «razonable» que es una singular perfección y exquisitez de lo racional, requiere meditación, sosiego, rigurosa independencia e intimidad. Solo en esta augusto sosiego e independencia, puede evitarse el error; y el error en el Derecho, como decía BIONDI es la injusticia, lo opuesto, lo contrario a aquella. Y si es necesario evitar la injusticia (para esto tenemos la propiamente augusta administración de aquella) tanto más es necesario evitar la imposición de lo injusto por medio del poder del Estado (coercibilidad).
La augusta (delicada, admirable y de obligado respeto y apoyo) función de juzgar, merece, en un estado de Derecho (no de nombre sino de verdad) estar colocada en la cúspide misma del orden de prelación. Colocar la justicia después o constreñirla por la «rapidez» más que una visión miopemente economicista, revuelve al más elemental sentido común, ya que de facto, puede provocar el peligro de la más rápida floración de lo injusto.
Y los juzgadores, en su dificilísima y augusta función, merecen, no ya sólo un significado respeto reverencial y agradecimiento por el alto valor ontológico de su función, sino también aquel dilatado tiempo, sosiego y serena independencia, que les permita primero conocer el caso con sus siempre diversas singularidades, verificar la normativa aplicable, dentro de la múltiple unidad orgánica del ordenamiento, verificar el resultado del raciocinio, cotejarlo con su íntimo «sentimiento jurídico» (CASTÁN) y reexaminar el resultado en función del interés colisionado de cada una de las partes; y así lo hacen, cumplen, pero a costa de una zozobra, inquietud y esfuerzo que por su dimensión es inhumano.
Cuando sobreviene el angustioso agobio del simultáneo deber de resolver multitud de inevitables pendencias, el Juzgador se queda solo, sin que se comprenda que se acumulan a veces casos que requieren excepcional meditación. Hace falta pues que todos tomemos conciencia de ello y aspiremos a su remedio.
La sociedad, y el legislador que la representa han de comprender que la justicia es una insustituible fuente de paz, armonía productiva, y a la postre de bienestar. Y que para el «estado del bienestar» es indispensable una justicia eficaz, respetada, plena de autoridad, y considerada como se merece, por la superioridad evidente de su función.
Menos críticas y desautorizaciones, menos insistir en que la «justicia es lenta» y más tendencia a educar hacia el respeto a ella, y hacer posible su oportuna realización práctica. Esto, es una virtud alcanzable, porque trasciende en aquella constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo. Y hay que darles también a los jueces aquello que es bien suyo: la consideración ciertamente debida a su augusta función, y los medios plenos y suficientes para llevarla sosegadamente a cabo y bien.
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