Luigi Ferrajoli (I), en Ultima Ratio
Antonio J. Rubio Martínez y Óscar Morales García charlan con el profesor Luigi Ferrajoli
Luigi Ferrajoli (I), en Ultima Ratio
Antonio J. Rubio Martínez y Óscar Morales García charlan con el profesor Luigi Ferrajoli
En este episodio de Ultima Ratio, los penalistas Antonio J. Rubio Martínez y Óscar Morales García conversan con el profesor Luigi Ferrajoli, uno de los juristas más destacados e influyentes en materia de garantismo y justicia penal.
La entrevista, grabada en italiano y dividida en dos episodios, ha sido traducida íntegramente al español para facilitar su comprensión a todos los oyentes y lectores de Ultima Ratio y de Economist & Jurist.
En este primer capítulo, el profesor Ferrajoli habla de su último libro: Garantismo global. La Constitución de la Tierra y la expansión del constitucionalismo (Editorial Palestra), y explica algunos de los desafíos a los que se enfrenta la humanidad a corto, medio y largo plazo.
Pregunta (P): En su obra Garantismo global explora conceptos clave sobre el garantismo. ¿Podría explicar cómo surge la necesidad de un enfoque garantista en el contexto global actual y cuál es su relevancia para los desafíos contemporáneos?
Respuesta (R): Digamos que hay dos fundamentos. Un fundamento teórico, que es el hecho de la estipulación de los derechos fundamentales en tantas cartas internacionales; y el principio de la paz en la Carta de la ONU.
Esto implica, si tomamos en serio estos principios, la introducción de garantías, sin las cuales se quedan en papel, como promesas incumplidas.
Establecer el derecho a la salud, según se hace en los pactos de 1966, implica establecer la obligación de la comunidad internacional de instituir un servicio sanitario universal, global, para todos; no la actual Organización Mundial de la Salud, que apenas tiene presupuesto para intervenir en cuestiones de salud, sino una organización financiada por un sistema fiscal global, no con cuatro millones al año, sino con cuatro mil o diez mil millones, capaz de llevar hospitales a todos.
Lo mismo vale para la paz. La garantía de la paz debe consistir en la supresión de las armas. Sin armas, no es posible la guerra. Habría que introducir en el derecho penal internacional, de manera simple, la prohibición de producir armas, no solo nucleares, sino de todas las armas de fuego, como crímenes contra la humanidad. Esto reduciría la criminalidad y acabaría con las guerras. Aunque parece una utopía, es la única respuesta racional y realista, además de necesaria, si tomamos en serio esos principios.
Existe también un fundamento de carácter político, social y axiológico. Vivimos en el momento quizás más dramático de la historia de la humanidad, porque existen desafíos y catástrofes globales capaces de provocar su destrucción si no se les hace frente mediante el derecho, que debería introducir límites y restricciones a los poderes de los estados soberanos y, sobre todo, de los mercados globales, en otro caso poderes salvajes.
Por lo tanto, frente al calentamiento climático —que, si no se detiene, conducirá a la inhabitabilidad de la Tierra, y a la creciente destrucción de recursos que, en el transcurso de dos o tres siglos, hará inhabitable nuestro planeta—, es necesario introducir un demanio planetario que proteja los bienes públicos no negociables, no apropiables; todos los bienes vitales de la naturaleza, comenzando por el agua potable, los grandes bosques, los grandes glaciares de los que depende nuestra supervivencia. Asimismo es imprescindible prohibir las emisiones de gases de efecto invernadero, es decir, porque está en juego la supervivencia de la humanidad.
Por otro lado, como ya había dicho, y con la previsión de que la producción de armas debe ser considerada un crimen, debemos ser conscientes de que, en cada asesinato, en cada guerra, en cada acto de terrorismo, existe una corresponsabilidad moral de quienes han armado los protagonistas de esas guerras, a los asesinos, a los terroristas.
Sería una medida relativamente simple que marcaría el paso del estado de naturaleza al estado civil. La vieja tesis de Thomas Hobbes, del tránsito al estado civil, mediante el desarme de los ciudadanos, ahora con la atribución del monopolio de la fuerza a las Naciones Unidas.
A mi juicio, esta, que puede parecer utópica, es en realidad la única respuesta realista y racional a lo que, en otro caso, será seguramente un futuro de guerras, catástrofes ecológicas, crecimiento de la desigualdad, explotación laboral, a lo que hay que añadir el drama de los migrantes.
Creo que hay que rechazar un realismo, el dominante, que he llamado vulgar porque naturaliza opciones que son artificiales e ignora la realidad natural de las catástrofes inminentes. Frente a este realismo ideológico, debemos ser conscientes de que esas opciones no son en absoluto naturales y que, como siempre en la historia, depende de nosotros el salto de civilización que consiste en introducir garantías a los principios que ya están establecidos.
En este sentido, la Constitución de la Tierra no representa un cambio de paradigma, sino la implementación de lo que ya es derecho vigente, es decir, el principio de la paz y los derechos fundamentales establecidos en tantas cartas que, sin garantías, se quedan en simple retórica, en enunciaciones de principios destinados a ser sistemáticamente violados.
P: Usted habla de idealismo y de realismo. ¿Usted es optimista o pesimista respecto a la actuación de los países, principalmente las potencias mundiales, al desarrollar estos conceptos?
R: Obviamente, ante la deriva actual, soy pesimista, porque todo va en la dirección contraria: las guerras, el calentamiento climático, una política subordinada a los mercados. Sin embargo, creo que debemos distinguir entre lo que es imposible y lo que es improbable.
La mistificación ideológica consiste en considerar imposible un cambio, cuando es posible y urgente si queremos salvar a la humanidad de este suicidio. Insisto en la diferencia entre imposible e improbable.
La alternativa es posible, además de urgente, porque se trata de refundar el pacto de convivencia establecido en la Carta de la ONU y otras cartas internacionales.
En un mundo interdependiente, es inverosímil que ocho mil millones de personas, con un desarrollo ecológicamente insostenible y países armados con armas nucleares, puedan sobrevivir sin enfrentarse a un desastre.
Por eso sostengo que la posibilidad de la alternativa existe y es necesario difundir la conciencia de la responsabilidad de la política, que actualmente está subordinada a los mercados.
Esta situación amenaza la supervivencia de todos, incluidos los poderosos y los mismos mercados, porque este es el único planeta que tenemos.
Un cierto optimismo es necesario desde un punto de vista metodológico. Está expresado en una tesis de Kant: sin la esperanza de tiempos mejores, no habría espacio para la moral ni para la política.
La idea de que no hay alternativas mata la política y nos condena a esta subordinación al dominio de los poderosos, de los más fuertes, que actualmente se encuentran en un estado de naturaleza, enormemente más desastroso que el teorizado por Hobbes.
Hobbes hablaba de un estado de naturaleza en el que el hombre es lobo para el hombre (homo homini lupus). Hoy estamos en un estado de naturaleza nuclear, poblado no ya por lobos naturales, sino por lobos artificiales dotados de una potencia destructiva incomparable con respecto a los armamentos del siglo XVII, cuando escribió aquel.
P: ¿Usted cree que ese nuevo acuerdo global puede llevarse a cabo sin el uso de la violencia cuando son esas potencias nucleares quienes tienen más que perder que ganar cuando se prescinde del uso de la violencia?
R: Creo que la violencia no sirve absolutamente para nada. Es una ilusión del pasado pensar que se puede transformar el mundo a través de la violencia; porque lo que los poderosos tienen es precisamente la fuerza, que siempre es superior a la de aquellos que, por el contrario, esperan una alternativa. Lo que debemos asumir es, esencialmente, la razón, en interés de todos; porque la pacífica convivencia y la supervivencia del género humano interesa a todos.
Yo creo que, antes que nada, es necesario hacer crecer la conciencia al respecto, a través de la cultura jurídica, que desde hace muchos años se ha quedado en la mera descripción de lo existente. Ha renunciado a cualquier punto de vista crítico y proyectual.
Hoy no son los estados los que garantizan la competencia entre las empresas, sino las grandes corporaciones las que ponen a competir a los estados, moviendo sus inversiones a los países en los que pueden maximizar sus beneficios, devastar el ambiente, corromper a los gobiernos, no pagar impuestos.
Y así, debido a la corrupción, al cortoplacismo y al localismo que preside nuestras políticas nacionales ancladas a cuestiones contingentes y a los ritmos de las competiciones electorales, es claro que los estados, individualmente, no pueden hacer frente a esas grandes emergencias.
Solo la refundación del pacto de convivencia estipulado en la Carta de la ONU podría impedir el desastre. Por eso, la cultura jurídica tiene el deber de asumir nuevamente, como siempre ha ocurrido en los momentos más difíciles, un punto de vista crítico y propositivo.
P: En su libro, Garantismo global, plantea que la justicia y la legalidad deben ir de la mano con la ética pública. ¿Cuáles cree usted que son los mayores obstáculos para que los sistemas legales adopten una postura un poco más ética en el plano global?
R: Diré que los principales obstáculos son la ceguera de la política, la total inconsciencia frente al peligro nuclear y la indiferencia, el sentido de impotencia de la opinión pública, de los ciudadanos comunes.
Hay que reforzar el pacto de convivencia, con la consciencia de que es la única posibilidad de salvación de la humanidad. Yo creo que llegaremos, pero, muy probablemente, solo después de algunas grandes catástrofes que serán la marca del siglo XXI.
Naturalmente, los verdaderos enemigos son los nacionalismos y los grandes intereses económicos, caracterizados, como los nacionalismos, por una miopía común.
Ha habido una paradójica alianza entre el liberalismo y los nacionalismos parafascistas, porque las políticas liberales han destruido la política democrática, el derecho al trabajo y la subjetividad política colectiva, como en el caso del movimiento obrero. Creando de este modo las bases sociales de muchos populismos, que han reorganizado estas subjetividades políticas y colectivas en torno a objetivos reaccionarios, como la defensa de la identidad nacional contra los inmigrantes, contra los pobres, contra la delincuencia callejera.
En otras palabras, la lucha contra la desigualdad ha sido sustituida por la lucha contra las diferencias. La lucha de los débiles contra los fuertes, propia del clásico conflicto social, ha sido sustituida por las luchas de los débiles contra los más débiles. Y la política, en el vacío de proyectos, logra generar consenso a través de la demagogia racista, sembrando miedos.
Lo paradójico es que, mientras más crece la demagogia alentada por el miedo y un sentimiento de inseguridad debido a la pequeña delincuencia callejera y de subsistencia, tanto mayor es la indiferencia frente al problema de la inseguridad de toda la humanidad debida a las catástrofes ambientales y nucleares que pesan sobre nuestro futuro.
Y este es el verdadero problema, que naturalmente no puede sino hacernos pesimistas. Frente a él, el papel de la cultura jurídica y de la cultura política debe consistir en la proyección de un futuro posible. Por eso es importante que este proyecto se difunda y dé lugar a un proceso constituyente desde abajo.
Lo ideal sería que en todas las universidades se constituyeran centros de estudios que agrupen a los jóvenes y estimulen movimientos pacifistas, ecologistas, que no se limite a denunciar lo que todos saben, sino también a exigir una respuesta política e institucional a los problemas. Y es claro que, tratándose de los poderes salvajes de los estados y los mercados, esta debe concretarse en el establecimiento de controles y límites.
Hace un momento me hablaba de la violencia, la violencia es del todo insensata, el verdadero problema no es la conquista del poder, sino la sumisión a límites y vínculos de derecho también a los poderes de los mercados, a los poderes domésticos, a todos los poderes que, sin ellos, es decir, desregulados, se hacen inevitablemente salvajes.
P: Usted también menciona la ciudadanía global en su libro Garantismo global. ¿Qué cambios cree usted que son necesarios a nivel jurídico y político para que la ciudadanía global se convierta en una realidad tangible?
R: Es una obviedad desde el punto de vista jurídico. La ciudadanía es el último residuo, el último accidente que diferencia a las personas por su nacimiento. Está en contradicción con el principio de igualdad y, a escala internacional, con todos los derechos fundamentales, que son derechos de la persona y no del ciudadano.
Los únicos derechos del ciudadano son los derechos políticos. Cada uno vota, naturalmente, en el lugar donde reside, para elegir a las personas destinadas a gobernar. Pero todos los demás fundamentales son derechos de la persona.
La ciudadanía, en la época de la Revolución Francesa tenía un valor progresivo frente a las premodernas diferencias de estatus, pero hoy se ha convertido en un privilegio, una fuente de discriminación, totalmente contraria a los principios de igualdad consagrados en las constituciones y en los instrumentos internacionales.
Es una obviedad, no hay ninguna razón para diferenciar a las personas. La humanidad está destinada, cada vez más, a ser un único pueblo, integrado, interdependiente, interconectado. Calamandrei, hace 70 años, decía que Europa y el mundo eran ya más pequeños que la Toscana de mil años atrás. Hoy la interconexión es mucho mayor. Por lo tanto, las fronteras ya no tienen sentido. Antes eran las barreras que defendían nuestras libertades, hoy son, por el contrario, los muros que aprisionan a los pueblos.
No hay ninguna razón para conflictos como los de Ucrania y Rusia, o entre hebreos e islámicos. No olvidemos que los hebreos fueron expulsados de España en 1492 y durante cuatro siglos vivieron en el Imperio Otomano, en el Medio Oriente, en pueblos que no conocían el antisemitismo que, por el contrario, reinaba en Francia, Alemania, Italia, en general, en Europa.
No hay ninguna razón para la hostilidad entre estadounidenses y chinos, o entre europeos y africanos. Estas hostilidades son creaciones artificiales, políticas totalmente vacías de contenido que usan tales obsesiones identitarias para justificarse a sí mismas y para obtener consenso.
Pero es un consenso que equivale, insisto siempre en este punto, a un colapso del sentido moral a escala de masas, que permite que centenares de inmigrantes se ahoguen en el mar cuando intentan llegar a nuestros países, y que hace que la humanidad se divida en dos. Una humanidad que viaja por estudios, negocios, turismo en vuelos aéreos. Y una humanidad de inmigrantes que, por el contrario, lo hace en barcos miserables, obligada a arriesgar la vida, a sufrir torturas y detenciones ilegítimas.
Europa, en particular, tiene un deber enorme frente al resto del mundo, por haberlo ocupado, invadido, en nombre del derecho a emigrar, que fue priorizado en apoyo de la conquista de América por Francisco de Vitoria en 1589.
Ahora es absurdo que emigrar se convierta en delito, se trate como un crimen el ejercicio de este derecho cuando millones de personas huyen del calentamiento climático generado por nuestras industrias, de la miseria y el hambre provocados por las guerras, así como también de la miseria causada antes por la colonización y luego por nuestras políticas.
P: En los últimos años usted está poniendo mucho esfuerzo intelectual en difundir estas ideas. Me han contado que próximamente saldrá una revista titulada Constituente Terra. ¿Qué puede contarnos sobre este proyecto?
R: Sí, sí, cuento con dos proyectos. Con Palestra. Pero también saldrá otro de mis libros, un libro más exigente que los anteriores, que se titula Constitucionalismo global. Proyectar el futuro. Lo editará Feltrinelli. Se traducirá de inmediato al español. Espero también al inglés, al francés y a otros idiomas.
Y es importante que las personas se convenzan de la necesidad de este cambio, se unan a la asociación Costituente Terra que hemos fundado y participen en este trabajo, que es ante todo un trabajo teórico. De reflexión sobre los grandes problemas de los que la ciencia jurídica y la ciencia política se ocupan solo marginalmente. Y contribuyan al establecimiento de garantías de esos principios y derechos consagrados en las cartas constitucionales, y sobre todo en las cartas internacionales, para que no se queden en meros enunciados.
Mientras que, por ejemplo, en las democracias europeas, también en las democracias latinoamericanas más avanzadas, se ha construido un estado social, aun con tantas limitaciones, en el plano internacional no se ha producido nada equivalente.
Es necesario leer estos principios como normas que imponen la introducción de sus garantías. Los principios y los derechos expresan los fines, respecto de los cuales las garantías son medios. Por eso, aquellos, sin las correspondientes garantías se quedan en pura retórica.
Sin garantías, repito, los derechos tutelados mediante la prohibición de las armas como crímenes contra la humanidad, el demanio planetario, la construcción de una sanidad mundial, de una educación mundial, son palabras vacías.