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La firma

Al encuentro de la felicidad

“La felicidad es el sueño más antiguo de la humanidad"

Cara sonriente. (Foto: Freepik)

Pedro Tuset del Pino

Magistrado-juez de lo Social de Barcelona




Tiempo de lectura: 5 min

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La firma

Al encuentro de la felicidad

“La felicidad es el sueño más antiguo de la humanidad"

Cara sonriente. (Foto: Freepik)



Hablar de la felicidad, de la felicidad del hombre, es tanto como hablar de un placer, un placer de los sentidos, o un placer material, como fundamento esencial del placer espiritual.

Una cualidad, a la que desde nuestros orígenes se le ha rendido culto a través de los dioses de cada civilización y cultura. Así, Apsara, para los espíritus hindúes; Euphrosyne, para los griegos; Laetitia, para los romanos; Ueuecoyotl, para los aztecas; o Izusan Gonge, para los japoneses.



Y es que, en acertada definición del psicoanalista Gustavo Dessal, “La felicidad es el sueño más antiguo de la humanidad. Su búsqueda es una de nuestras metas principales, pero no es fácil acordar lo que eso significa. Sólo se puede desear lo que no se tiene, es decir, el anhelo de felicidad tal vez proviene del impulso que supone experimentar su carencia. ¿Somos capaces de llenar esa falta?. La cosa se complica observando las inmensas diferencias que existen para cada uno sobre el sentido de la felicidad. Cualquier definición o decálogo es una auténtica idiotez”.



La felicidad tiene muchas y diferentes cualidades, como alcanzar la satisfacción de los deseos a la vez que se evitan o apartan los problemas, los perjuicios o las insatisfacciones. Supone alcanzar un determinado bien, aquel al que se aspira, en forma de conocimiento o sabiduría, porque la sed por saber es un motivo de felicidad siempre creciente, cuanto más se intenta saciar más sed se tiene, y ante lo ya aprendido siempre queda la ilusión de lo mucho que todavía queda por aprender.

(Foto: Archivo)



Puede que se alcance buscando consuelo en la religión a modo de esperanza, a través de la culminación de una actividad que nos llena y determina; o de la simple e irreductible satisfacción de conseguir aquello que anhelamos.

Por ello, su naturaleza es esencialmente subjetiva, lo que para uno es un hecho feliz, la posesión de lo verdadero y absoluto, quizá no lo sea para otro. Kant destacó este aspecto en la Crítica de la Razón Práctica al afirmar que “la felicidad es el nombre de las razones subjetivas de la determinación”.

Y es que, la felicidad es un estado emocional, dado a la pasión, que nos conduce desde nuestro personal sentimiento a un estado superior, en que todo nos parece diferente, atractivo, agradable, emocionante. No en vano, la felicidad está unida a la satisfacción y a la emoción. La satisfacción de una buena comida regada con vino; la emoción del encuentro con un amigo, aunque es verdad que si la amistad puede ser fuente de felicidad, también puede ser origen de molestias y desencuentros; deleitarnos escuchando la novena sinfonía de Beethoven; sumergirnos en la lectura de un clásico; la contemplación de un paisaje o el trabajo bien hecho.

Para Séneca, la felicidad es también deseo, y por ello, es preciso establecer qué deseamos. Luego, considerar por dónde podemos aproximarnos con más rapidez y, una vez en el propio camino, en caso de que fuera el correcto, ver cuánto avanzamos cada día y cuánto nos acercamos a ese objetivo hacia el que nos impulsa un deseo natural.

Sea como fuere, el hombre se ha ocupado y preocupado desde los inicios por alcanzar la felicidad, su felicidad, aunque los modos y las razones para lograrla sean tan diversos como quienes de ella han opinado. Para Demócrito, la fortuna es la materia prima de la felicidad, porque nadie es feliz si está permanentemente acuciado por el hambre, el frío o la pobreza.

 (Foto: Archivo)

Platón se refirió a que es cosa muy habitual asociar la felicidad a la juventud, pero ello es relativamente cierto en la medida de que en esta etapa de la vida hay quien está tan amargado ante el inexorable futuro de la vejez que al alcanzarla continúan sin ser felices. Lo que se asocia con aquello que dijera Gonzalo Torrente Ballester “Esos sabios que escudriñan la química en busca de remedios que prologan la juventud, no han llegado aún a comprender que lo que verdaderamente conviene prolongar es el otoño: edad en que la dicha de los hombres, siempre imposible, parece algo más próxima”.

Y hablando del otoño de la vida, aunque sin carácter exclusivo, Epicuro sentenció que la muerte es un inevitable escollo contra el que tropieza cualquier discurso sobre la felicidad. Claro es que aplicando cierta dosis de optimismo o, si se prefiere, de optimismo, como dijera Ramón Eder “somos inmortales todos los días de nuestra vida, excepto uno”.

Para Séneca, la felicidad es también deseo

Siguiendo con los clásicos, para Epicteto “la felicidad depende de tres cosas: la voluntad, las ideas respecto a los acontecimientos en los que estás envuelto, y el uso que hagas de estas ideas”. La llave de la propia felicidad, afirmaba, la lleva cada uno consigo, y para quien no la encuentra en sus propios bolsillos, de nada le valen ni la apariencia atractiva, ni las posesiones, ni las capacidades intelectuales y artísticas.

La felicidad aunque se busque no se planifica ni puede exigirse, simplemente la encontramos, en el momento y en el lugar menos pensado. En boca de Voltaire, “todos buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como unos borrachos que buscan su casa sabiendo confusamente que tienen una”.

Y ¿de qué serviría ser feliz si no la compartimos en sociedad, con nuestra familia, compañeros de trabajo, vecinos? Quizás por ello Cicerón se refería a que “Si un sabio tuviera una vida tal que, con abundancia de todo, pudiese examinar y contemplar para sí todas las cosas dignas de conocimiento con el máximo ocio, pero en una soledad tan absoluta que no pudiera ver a nadie, abandonaría la vida”.

Sin embargo, o tal vez por ello, quien pretenda ser feliz ha de mantener una prudente distancia de seguridad con quienes viven atormentados por unos males que, o se los han inventado, o no piensan hacer nada por remediarlos. Se trataría de una felicidad profiláctica, que nos protege de todo aquello externo que la hace peligrar.

En palabras de Bertrand Russell, “Una vida feliz debe ser en gran parte una vida tranquila, porque sólo en una gran atmósfera de quietud puede darse la verdadera alegría”.

En esta vida acelerada, complicada e injusta, los momentos de felicidad son fugaces, breves, pasan de puntillas sin tan siquiera darnos cuenta, y cuando nos tropezamos con ellos apenas los saboreamos, incapaces de retenerlos, de convivir con ellos, de, por así decirlo, hacerlos nuestros.

La felicidad, aunque sea pasajera, sólo reporta beneficios: una vida sana, saludable, alegre, abierta al optimismo, que, al agilizar nuestra mente nos hace afrontar las adversidades con coraje y valentía, empujándonos a asumir nuevos retos, vencer el pesimismo, e incluso hacer felices a los demás. En suma, convertir este valle de lágrimas en un lugar más apacible.

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