Casticismo casacional
Nuestra ley dista de las previsiones del certiorari norteamericano
Sala Tercera del Tribunal Supremo (Foto: Economist & Jurist)
Casticismo casacional
Nuestra ley dista de las previsiones del certiorari norteamericano
Sala Tercera del Tribunal Supremo (Foto: Economist & Jurist)
«Bochornoso affaire». Así califica el abogado Pérez Alonso, en un artículo publicado en el nº 92 (marzo 2021) de El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, la decisión de la Sección Tercera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo de desestimar, por auto de 12 de junio de 2020, el recurso de reposición deducido frente a la providencia de 12 de mayo anterior, que dejó sin efecto la celebración de la vista previamente acordada del artículo 92.6 LJCA, en razón de la emergencia sanitaria COVID-19, quedando el asunto para deliberación y fallo, añadiendo el comentarista que los razonamientos argüidos por la Sala «no tienen desperdicio» siendo reflejo de «las diferencias entre el certiorari estadounidense y su versión “castiza” española».
Dejando al margen la epidérmica retórica del autor, y atendiendo al motivo de fondo por el que la parte recurrente interesó la reposición de la providencia que dejó sin efecto la celebración de la vista inicialmente acordada de oficio por la Sala, toda vez que ninguna de las partes instó la convocatoria de la misma, debe concluirse que, efectivamente, son más las diferencias entre el writ of certiorari norteamericano y la casación contenciosa surgida de la reforma de 2015, que las similitudes, que también concurren, qué duda cabe. Desde la naturaleza extraordinaria y devolutiva de ambos recursos, hasta el empleo (con diferente intensidad, desde luego) de la discrecionalidad como criterio de admisión en uno y otro modelo impugnatorio, pasando por la competencia para resolver este tipo de recursos, que en ambos ordenamientos se residencia en sus máximas instancias judiciales. Pero hasta ahí.
El resto del diseño procedimental en uno y otro sistema -por no hablar de la propia relevancia constitucional de ambos órganos y de la idiosincrasia de los sistema jurídicos en liza– es acentuadamente disímil, apreciándose, por ejemplo, en el modo en que el Tribunal Supremo Federal estructura sus fases rituarias, radicando la preparación del recurso de casación contencioso – administrativo, ante él mismo a diferencia del régimen español, que lo traslada al órgano de instancia; en los plazos procesales contemplados; en la citada gradación de la pureza en la aplicación del criterio discrecional; en la naturaleza vinculante o no de la doctrina jurisprudencial de ambos órganos o en la recurribilidad de las decisiones de inadmisión, por poner sólo algunos ejemplos.
Y, naturalmente, en lo que concierne a la celebración de la vista pública o hearing. Nótese como, mientras en nuestro recurso, la celebración o no de la vista pública queda en manos de la Sala, apreciando su idoneidad a la luz de la índole del asunto, por el contrario, la exposición oral de los argumentos por las partes ante los justices, forma parte del debido proceso contemplado en la Reglas del Tribunal Supremo, en su versión vigente de 1 de julio de 2019, cuya disposición cuarta prescribe que el tribunal se reúne para escuchar argumentos desde las 10 a.m. hasta el mediodía y a partir de la 1 p.m. hasta las 3 p.m. y, especialmente, la Regla 16.2, al establecer que siempre que el Tribunal admita una petición de certiorari, el secretario (Clerk) preparará, firmará y emitirá una orden para su cumplimiento, notificándosela de inmediato al abogado, en la que se señalará fecha y hora para la exposición oral de sus argumentos, para lo que deberá, por añadidura, completar un formulario ad hoc.
Es decir, la celebración o no de la vista contemplada en nuestro artículo 92.6 LJCA no afecta en absoluto al derecho de defensa del justiciable, plenamente garantizado en la tramitación ordinaria de su recurso contencioso, sino por el mayor interés público o jurídico de determinadas materias y, también, en aras de coadyuvar en la introducción del principio de oralidad en el árido documentalismo del proceso contencioso. Muy al contrario de lo que acaece en el certiorari, donde la vista pública no es una prerrogativa del tribunal, sino una exigencia ex lege cuya inobservancia vulneraría, aquí sí, el derecho de defensa de la parte afectada.
En suma, difícilmente puede catalogarse como affaire la exacta aplicación de la ley que, no se discute, dista mucho de las previsiones del certiorari norteamericano. Consecuentemente, si se ha aplicado aquélla cabal y rigurosamente, tampoco puede ser calificado como bochornoso el quehacer de los magistrados españoles, que se limitaron a ser la «boca de la ley», tanto de la procesal vigente como de la coyuntural dictada al socaire de la pandemia. Finalmente, la protección de los derechos de los justiciables ante los tribunales no depende tanto del modo en que el juez reciba los argumentos jurídicos, como de la observancia del rito procesal, ontológicamente castizo, por cierto. No se olvide que ese término se ancla etimológicamente en la formación vulgar latina casticeus, a partir del adjetivo latino castus, que en su acepción más arcaica aludía a lo que está «bien instruido conforme a los ritos y ceremonias».
Unamuno, en En torno al casticismo, lo definió como algo «puro y propio», no contaminado de extranjerismos. Ciertamente, la reforma de la casación contenciosa, por más que se pretenda atribuirle un aroma «certiorizante», es inequívocamente continental y, en ese sentido, castiza.