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La firma

De cuando fuimos cautivos

"En 2024 seguimos siendo cautivos"

Carles Puigdemont, el pasado jueves en Cataluña, quien lleva siete años huido de la Justicia española. (Imagen: RTVE)

Jesús Lorenzo Aguilar

Mediador y abogado, director del programa de Justicia Restaurativa de la Asociación Española de Mediación (Asemed)




Tiempo de lectura: 4 min

Publicado




La firma

De cuando fuimos cautivos

"En 2024 seguimos siendo cautivos"

Carles Puigdemont, el pasado jueves en Cataluña, quien lleva siete años huido de la Justicia española. (Imagen: RTVE)



España, junto al resto de los reinos cristianos, sufrió durante siglos la actividad corsaria berberisca para apresar cautivos de toda índole y condición. 

Nobles y plebeyos, militares y religiosos, mujeres, hombres y niños eran las víctimas de un negocio basado en el secuestro para conseguir un rescate de los que tenían dinero suficiente para que sus familiares lo pagasen.



Y los que no podían pagarlo, pasaban el resto de sus vidas como esclavos o convirtiéndose al islam para mejorar sus condiciones de vida.



Está actividad cruel no solo la hacían los musulmanes, pues los cristianos, sobre todo malteses, italianos, catalanes, aragoneses y castellanos también dedicaban sus flotas navales para cautivar y vender como esclavos a los fieles de Mahoma, y así conseguir grandes beneficios traficando con los seres humanos.

Mucho he leído en los últimos años sobre este fenómeno que tanto influyó en la sociedad española durante los reinados de los monarcas españoles desde la Edad Media para documentarme y escribir mi próxima novela, El Redentor de Cautivos (Ediciones Lorca), que se publicará en el mes de noviembre, Dios mediante.



Y de ese estudio he podido concluir que fue durante el reinado de Felipe II cuando ese negocio consiguió las mayores cotas de éxitos para los otomanos, a pesar del éxito cristiano en la batalla de Lepanto.

Fue tal la riqueza que los piratas lograron cautivando a miles de españoles para llevarlos a tierras berberiscas durante los años que duró este fenómeno, que fue de varios siglos y que sangró la economía española hasta niveles insospechados, tanto las arcas públicas como las de familiares de los cautivos que gastaron sus patrimonios en intentar salvarlos de la esclavitud.

Por ofrecer un dato, sólo en Argel, a finales del siglo XVI, cada año residían unos 12.000 cautivos cristianos de manera permanente en esa ciudad, que vivían en condiciones penosas, según los historiadores especializados en esta época, en los presidios de los que solo se liberaban con importantes rescates.

El más famoso de todos ellos fue Miguel de Cervantes, que después de su liberación fue muy crítico con los gobernantes de su época, tal y como recogió en en su novela universal, Don Quijote de la Mancha, al sentirse abandonado por su patria y por su rey, a pesar de ser espía y servidor del hermano Felipe II y, además, héroe de Lepanto, donde quedó su brazo incapacitado.

(Imagen: E&J)

En el caso de los cautivos españoles, tal condición se adquiría involuntariamente, normalmente por haber sido secuestrado por los piratas berberiscos en el mar o a por las incursiones que estos hacían en las poblaciones costeras, llevándose con ellos a todas las personas que podían transportar en sus naves hasta el norte de África. Es decir, que a diferencia de hoy, no tenía arreglo.

Son famosas en nuestra historia las razzias berberiscas en los pueblos de levante, que vaciaron las costas de personas que vivían allí, huyendo al interior para protegerse.

Y eso que muchos de los secuestradores eran también españoles moriscos que habían sido expulsados de España o bien renegados cristianos que se habían convertido al islam, y que actuaban, además de por intereses económicos, también por afán de venganza. 

Eso supuso uno de los primeros enfrentamientos de la joven España de aquellos tiempos.

Quien era hecho cautivo, perdía la libertad de regirse por sí mismo, pues era propiedad de un amo que tenía poder de vida y muerte sobre su cautivo.

También perdían la dignidad de considerarse y ser considerados un ser humano, pues se convertían en un bien carente de derechos sin protección o estatus legal que les amparase. Es decir, eran una cosa de la que podían disponer libremente sus dueños, y esa condición la seguían manteniendo hasta que fueran rescatados, en el mejor de los casos. 

Siempre que pudieran satisfacer el pago del precio estipulado por su amo, y que los redentores de cautivos, que en aquellos tiempos eran las órdenes religiosas, principalmente Trinitarios y Mercedarios, tuvieran la autorización de los gobernantes musulmanes y el beneplácito de los monarcas cristianos para mediar con aquellos en la búsqueda de su liberación, visitando las tierras otomanas.

(Imagen: E&J)

Pero ese modelo de negocio cesó, por lo menos en nuestro entorno geográfico, acabó con el final de la sociedad feudal y con el inicio de la revolución industrial, se inició otra forma de cautividad, aunque está más sutil.

Que no se asuste el lector, que no entraré en ese debate, pues no quiero ser tildado de peligroso marxista, que, por otro lado, no soy.

El caso es que estamos en el año 2024 y seguimos siendo cautivos, ahora con un sentido semántico distinto, pues nuestros líderes sociales, sin llevarse nuestros cuerpos, pues no los necesitan para conseguir un rescate, se llevan nuestras almas o, incluso, nuestra voluntad e inteligencia, para seguir enriqueciéndose con el poder de nuestros votos para conseguir, en nuestro nombre, los objetivos que ellos persiguen.

Sólo debemos tener presente lo que ocurrió el pasado jueves en Barcelona y tener conciencia de que seguimos siendo cautivos, esta vez de los líderes a los que voluntariamente ofrecemos nuestra lealtad y compromiso, estando conformes con que la  dignidad que ostentamos como titulares de nuestros derechos humanos y políticos siga siendo anulada por los pactos que realizan nuestros amos morales para conseguir los fines que a ellos les interesan, olvidando a los ciudadanos que los mantienen.

Y para ello no les hacen falta barcos, ni tropas, ni cañones. Sólo es necesario un tropel de ilusos que apoyen lo que va en contra de sus propios intereses y unos políticos irresponsables que no ven más allá de la punta de sus zapatos.

Pero, para eso, prefiero las historias de los verdaderos piratas.