Dos magistrados del Supremo… ¿asesoran al Gobierno?
"Desde luego, el umbral de tolerancia de nuestra parroquia ante la incuestionable instrumentalización de la Justicia parece haber adquirido nuevas dimensiones"
(Diseño: Cenaida López/E&J)
Dos magistrados del Supremo… ¿asesoran al Gobierno?
"Desde luego, el umbral de tolerancia de nuestra parroquia ante la incuestionable instrumentalización de la Justicia parece haber adquirido nuevas dimensiones"
(Diseño: Cenaida López/E&J)
Es decir, el magistrado, que es quien debe interpretar la ley y revertir sus excesos, se configura como parte del instrumento legislador. Juez y parte.
¿Hay en España separación de poderes? Ya va siendo hora de romper el tabú, que no el de la respuesta, sino el de la pregunta. Que la pregunta se haya convertido en blasfemia entre el nidal de paniaguados que viven en las mieles de la élite burocrática tiene coherencia, es una consecuencia lógica de la presión que ejerce lo legal-racional en las cuestiones de índole moral. Que sea blasfemo plantearlo abiertamente entre la sociedad civil y en el entramado corporativo de los que formamos parte del Derecho, simplemente habla de un cierto desnorte con nuestro cometido. Y de una buena dosis de cobardía.
El nuevo Real Decreto-ley 8/2021, de 4 de mayo, ha vuelto a poner en solfa no ya solo la existencia o no de separación de poderes, sino la voluntad de mantener un cierto decoro estético por aparentarla. Y es que, entre su articulado, nos encontramos con una reforma de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa, que viene a habilitar a la Sala Tercera -de lo Contencioso- del Tribunal Supremo para que pueda aceptar los recursos sobre autos dictados en los distintos Tribunales Superiores de Justicia que versen sobre «medidas adoptadas con arreglo a la legislación sanitaria que las autoridades sanitarias de ámbito distinto al estatal consideren urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen la limitación o restricción de derechos fundamentales». O dicho de otro modo: el Supremo, de repente, tiene competencias para ventilar cuestiones que antes solo podían ser resueltas por los tribunales autonómicos.
La manifiesta dejación de funciones del Ejecutivo para crear una norma que permita adaptarse a la nueva coyuntura pandémica tiene que ver con su negativa a aceptar el coste electoral y reputacional que tendría legislar nuevas -y diferentes- restricciones para la ciudadanía. De ahí que trasladen el «mal trago» político, primero, a los Tribunales Superiores de Justicia, para luego, enviar la decisión final al Tribunal Supremo. La Justicia, ahora, luce como un chivo expiatorio de los desmanes producidos por la mala praxis política.
Pero esto no es todo.
Dos magistrados del Supremo han asesorado «a hurtadillas» al Gobierno
Según narran diversos medios generalistas, la redacción del propio Real Decreto-Ley ha contado con la inestimable ayuda de dos magistrados de la Sala Tercera del Supremo. Es decir, el magistrado, que es quien debe interpretar la ley y revertir sus excesos, se configura como parte del instrumento legislador. Juez y parte. La cosa es marciana: el Gobierno enfrentado por elegir a los magistrados del Supremo y los magistrados del Supremo haciendo las veces de legisladores. El Legislativo sin legislar lo troncal y el Ejecutivo restringiendo derechos individuales manu militari. El Constitucional, impasible.
Desde luego, el umbral de tolerancia de nuestra parroquia ante la incuestionable instrumentalización de la Justicia parece haber adquirido nuevas dimensiones, de magnitudes aún no conocidas. Y todas las pieles finas, todos los puños de hierro y todas las mandíbulas de cristal señalan mientras tanto al pábulo diario de paroxismo tertuliano y teatralizaciones parlamentarias. Entretanto, horadan el fundamento primario de la democracia.
De la cuestión estética
El diseño institucional de nuestra Justicia bien merece una reforma. Pero que invierta la dinámica actual: que ahonde en la independencia judicial y que blinde al órgano de los jueces de injerencias externas.
A falta del tino y arrojo suficiente para reformular las bases de un sistema viciado, bien podríamos disfrutar, al menos, de un cierto decoro estético que nos tranquilice. Las instituciones, al final, son como las personas: «no solo has de ser bueno, has de parecerlo». Y a ver si a base de parecerlo se mitiga su flagrante falta de independencia.