Entre la memoria y el olvido: 40 Aniversario de un pronunciamiento militar que nunca debió ocurrir
Entre la memoria y el olvido: 40 Aniversario de un pronunciamiento militar que nunca debió ocurrir
Parece difícil superar tantos y tan diversos acontecimientos en solo 365 días, en unos tiempos por aquel entonces convulsos y agitados en que España se enfrentaba a la nueva normalidad democrática
Hoy, 23 de febrero de 2021, se cumplen cuarenta años del fracasado golpe de Estado personalizado en el teniente coronel Antonio Tejero, que, al frente de un grupo de guardias civiles, irrumpió a tiros en el Congreso de los Diputados e interrumpió, de manera tan violenta como trasnochada en la historia de los tiempos, la votación que en ese momento estaba teniendo lugar para la elección del candidato a presidente de gobierno en la persona de Leopoldo Calvo Sotelo, convirtiendo en rehenes a los diputados que en ese instante ocupaban sus escaños en el hemiciclo.
Pero antes de continuar repasemos los acontecimientos que marcaron decisivamente el año 1981 como un verdadero annus horribilis.
La dimisión de Adolfo Suárez, el 30 de enero, justificándolo con un premonitorio deseo: “No quiero que el sistema democrático sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”. El bochornoso espectáculo dado ante el Rey en la Casa de Juntas de Guernika, ante la provocación de una veintena de representantes de Herri Batusana que, puño en alto, entonaron el himno “Combatiente vasco”. El asesinato del ingeniero Ryan, por el sólo hecho de trabajar en la central de Lemóniz. El secuestro del futbolista Quini por unos simples aficionados. La liberación del industrial Luis Suñer tras el pago de 325 millones de pesetas. El fraude del aceite de colza que causó la muerte de 60 personas y más de 50.000 afectados. El juicio a once mujeres por prácticas abortivas en que el fiscal pidió 60 años para dos de ellas. El 2 de diciembre de 1981 España comunicó a la Alianza su intención formal de adherirse al Tratado de Washington, organización a la se incorporó como miembro de pleno derecho el 30 de mayo de 1982, convirtiéndose en el miembro número dieciséis de la Organización del Atlántico Norte, desafiando el “OTAN. De entrada NO” de la oposición. El show televisivo transmitido en directo del asalto a la sede del Banco Central, en plena Plaza de Cataluña de Barcelona, cerca de las ancestrales Ramblas. La llegada a Madrid del Guernica, de Pablo Picasso. La muerte de Josep Pla, el más grande prosista del siglo XX. El frustrado asesinato del presidente de EEUU, Ronald Reagan, que resultó herido en el pulmón izquierdo por las balas disparadas por un joven de 22 años. John Warnock Hinkley. La elección del socialista François Miterrand como nuevo presidente de la V República francesa. La liberación de los rehenes norteamericanos en Teherán. El asesinato del presidente egipcio Anuar el Sadat. El atentado de un joven turco, que hirió al Papa Juan Pablo II en plena explanada de la Plaza de San Pedro o, en un plano más sentimental, la esperada boda real del Príncipe Carlos con la joven Diana Spencer.
Parece difícil superar tantos y tan diversos acontecimientos en solo 365 días, en unos tiempos por aquel entonces convulsos y agitados en que España se enfrentaba a la nueva normalidad democrática, los partidos políticos luchaban por situarse en el escenario político, mientras continuaba el desarrollo legislativo de las libertades públicas y los derechos fundamentales enunciadas en la Constitución, mediante la aprobación de las oportunas Leyes Orgánicas, aun cuando el protagonismo se lo llevó la aprobación de la Ley del Divorcio por medido de la Ley 30/1981, de 7 de julio, preludio del funcionamiento en el mes de septiembre del mismo año de los Juzgados de Familia, ante la férrea oposición del Episcopado español que no dudó en hacer público un comunicado en que los obispos afirmaban que “el matrimonio no puede ser disuelto por el mutuo y privado acuerdo de los cónyuges. El tipo de matrimonio que ofrece el proyecto tiene menos estabilidad que otros contratos”.
En este caldo de cultivo social, económico y político se debatía nuestro país cuando, tras la aún inexplicable y polémica dimisión de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, ya era vox populi el malestar existente entre el estamento militar haciendo temer el “ruido de sables”. Malestar que se materializó en una primera intentona golpista denominada “Operación Galaxia”, en la que ya estuvo implicado Antonio Tejero. El segmento militar no escondía no ya solo su enérgico rechazo a las muertes por los atentados continuos de ETA, sino a su descontento por la situación política y, a su parecer, de desgobierno, que reinaba en el país.
España había salido de un letargo de 40 años de férrea dictadura militar, solo suavizada en los últimos años ante las reivindicaciones cada vez mayores del sector estudiantil y político en el exilio, y ahora que se había conseguido gracias a la política del consenso desmantelar las instituciones franquistas y aprobar una Constitución de todos y para todos, no era cuestión de echarlo todo a perder regresando a la noche de los tiempos y sumar un golpe de Estado más a los varios que han habido a lo largo de la historia de España.
Sólo entre 1814 y 1843 hubo en España 23 pronunciamientos, protagonizados, entre otros, por Quiroga y Riego (en 1820, reinando Fernando VII), Fernández de Córdoba (en 1838, bajo la Regencia de María Cristina), y, bajo la regencia de Espartero, los del General O´Donnell (1841) y el de los también Generales, Prim y Narváez (en 1843).
En el período comprendido entre 1884 y 1886 hubo otros 23 pronunciamientos, tales como los encabezados por el General Zurbano (en 1844, bajo el Reinado de Isabel II), el del Capitán General Pavía (en 1874, en la etapa del Interregno) o el del Brigadier Villacampa (en 1886, en la etapa de la Restauración).
Finalmente, en la etapa de 1923 a 1936 se contabilizaron otros 8 levantamientos protagonizados por militares, destacando, bajo el reinado de Alfonso XIII, los del Teniente General Primo de Rivera (1923) y el General Queipo de Llano (1930), mientras que en plena II República sobresalen los del General Sanjurjo (1932) y los Generales Mola y Sanjurjo (1936).
Concretando, la historia de las rebeliones militares puede dividirse en tres períodos: el primero abarca de 1814 a 1886, y comprende las intervenciones decimonónicas conocidas generalmente con el nombre de pronunciamientos; el segundo período va de 1923 (Primo de Rivera) a 1936 (con el estallido de la guerra civil), y las intervenciones militares que se producen se consideran golpes de Estado; por último, desde 1978 y hasta el ya famoso 23 de febrero de 1981 se produjeron diversas rebeliones fracasadas en su preparación o en su ejecución, que podríamos llamar conspiraciones o intentonas fascistas o golpistas (1).
Estos datos demuestran algo más que una fría estadística. Ponen de relieve hasta qué punto la inestabilidad política y el desencuentro entre los estamentos militar y político – dejando de lado al estamento social cuya voluntad y destino claudicaba antes los anteriores poderes – convertía el futuro de toda una Nación en un juego de meros intereses, unos estratégicos, otros – los más – políticos, cuando no de juego de fichas en el escenario bélico de las entonces consideradas grandes potencias europeas (Inglaterra, Francia, España y el imperio austro-húngaro).
Por tanto, no debió representar una sorpresa el que nuevamente no aprendiéramos de nuestros errores para evitar repetir la historia, y que el lunes 23 de febrero de 1981, a las 18,23 horas, un teniente coronel al mando de 300 guardias civiles, con el apoyo y planificación del segundo jefe del Estado Mayor Alfonso Armada y Comyn y del Capitán General de la III región militar Jaime Milans del Bosch y Ussía (2), entrara con inusitada y desmedida violencia, como lo hiciera el General Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque el 3 de enero de 1874 a lomos de su caballo (3), en el santuario de cualquier estado democrático como es el Parlamento, y que pistola en manos, con el ya consabido “¡Alto todo el mundo!», disparara al techo del hemiciclo obligando a resguardarse a los diputados presentes, mientras el mundo entero tuvo la oportunidad de verlo por televisión, renaciendo viejos y casi olvidados temores de un nuevo enfrentamiento fratricida y la vuelta a las cavernas de la política decimonónica.
Lo demás forma parte de nuestra historia colectiva en aquella larga tarde-noche-madrugada de los transistores, hasta que a la una y ocho minutos de la madrugada del día 24 de febrero intervino finalmente el Rey en TVE (en una grabación efectuada a las 21,30 horas), vestido con uniforme de capitán general del Ejército, transmitiendo el ansiado mensaje de tranquilidad al afirmar que “La Corona no puede tolerar en forma alguna acciones que pretendan interrumpir el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum”.
Los días posteriores, tras las innumerables manifestaciones populares de apoyo (al grito de “¡Democracia, sí; dictadura, no!”) y la firme voluntad de todos los partidos políticos del arco parlamentario de hacer frente común en aras de fortalecer el Estado de Derecho y de libertades del que todos los españoles nos habíamos dotado democráticamente, comportaron no tan solo retomar el pulso de la joven democracia sino todo un reto para el nuevo presidente electo, Leopoldo Calvo Sotelo, al tener que enfrentarse para reducir la enorme fractura que supuso el golpe, hacer que fueran juzgados los culpables, y devolver a los españoles, doloridos y estupefactos, la confianza en las instituciones democráticas (4).
Decía unos párrafos más arriba que los hechos ocurridos hoy hace 40 años forman parte de la historia colectiva, pero también de la personal de cada uno de nosotros. Estoy convencido que muchos de nosotros recordará sin gran esfuerzo dónde se encontraba aquél triste y aciago día y las sensaciones y temores que le embargaron en tan pocas pero intensas horas de incertidumbre.
En mi caso particular, estaba cursando cuarto de la carrera de Derecho, en la Universidad de Barcelona, en un ambiente hartamente politizado en que eran frecuentes las manifestaciones fuera y dentro de la Universidad, con repetidas incursiones de los entonces denominados “grises” (los temidos policías armados) en los vestíbulos y aulas de la facultad.
Aquella tarde estaba preparándome los exámenes de uno de los parciales, aunque tuve la necesidad de conectar la radio para conocer el resultado de la votación en la investidura del presidenciable Leopoldo Calvo Sotelo. Tras un primer momento de confusión con gritos cuarteleros y el sonido atroz de las primeras ráfagas de disparos, corrí raudo a avisar a mi madre y hermanos, encendiendo la televisión y, comprobando, ahora sí en vivo y en directo, lo que parecía más propio de una película de ficción que no algo real, si no fuera por la familiaridad del hemiciclo, de los uniformes verdes y los tricornios de los militares asaltantes y la imagen de los atemorizados diputados parapetados tras sus escaños temiendo por sus vidas, que contrastaba con la decidida y valiente postura mantenida por Adolfo Suárez y el Teniente General Manuel Gutiérrez Mellado, en funciones de vicepresidente y ministro de defensa..
En escasos minutos pareció que todo se había ido al traste. Los más mayores temieron que resucitaran antiguas rencillas, volvieran los tiempos del odio y de la venganza, se derogaran de un plumazo los derechos y libertades largamente deseados y conseguidos, se prohibieran los partidos políticos y las diferencias ideológicas, las calles volvieran a ser ocupadas por grupos armados, y todo lo anterior mientras la frontera con Francia quedaba nuevamente colapsada en el camino hacia la libertad, la misma libertad que durante 18 horas estuvo secuestrada contra la voluntad de la mayoría de los ciudadanos. Muchos temores y angustias de un pueblo acostumbrado al sufrimiento.
Aún guardo, amarillento por el paso indeleble del tiempo, la carta que dirigí al director de un diario nacional que aprovecho, en estas particulares circunstancias, reproducir en su intergidad:
“Libertad en democracia.
Señor director:
Los acontecimientos en la capital del Reino, y concretamente en el Congreso de los Diputados, nos han puesto sobre aviso del peligro que siempre late en toda democracia: la pérdida de las libertades. Y más aún en nuestro país, debido a una penosa tradición.
Aún podemos hallar el camino firme y seguro de la estabilidad democrática si tenemos en cuenta que la libertad resulta inalienable, soberana y popular, que las fuerzas armadas no pueden acallar la voluntad popular libremente expresada, y que España y Catalunya desean con anhelo una vida ordenada y pacífica en el marco de las garantías democráticas y del pleno reconocimiento de la Constitución.
Que hechos como los sucedidos el 23 y el 24 de febrero sean tan solo una anécdota más en nuestra Historia y no sienta precedente en el futuro de nuestro país”.
Afortunadamente, la situación política y democrática salieron reforzadas. Nuestra definitiva incorporación a la OTAN y a la Comunidad Económica Europea; la llegada al gobierno del PSOE, en alternancia con el Partido Popular; la celebración de los mundiales de futbol en 1982, los JJOO de Barcelona y la Expo Universal de Sevilla en 1992 y, por qué no decirlo, la democratización, profesionalización y modernización de las Fuerzas Armadas, que actualmente operan en misiones de paz por cualquier parte del mundo, plenamente integradas e involucradas en la defensa de Occidente y subordinadas, como no podía ser de otra manera, al poder ejecutivo, son la mejor y más firme garantía de que tiempos pasados no regresarán.
Anotaciones:
(1) Busquets, Julio. “Pronunciamientos y golpes de Estado en España”. Editorial Planeta, 1982. Págs. 14 y 15.
(2) El mismo alto cargo militar que en una entrevista, a la pregunta de cuál era su valoración de la etapa de transición en España en sus diferentes aspectos, contestaba de la siguiente manera: “Yo podrá tener y de hecho tengo mi opinión personal, que manifiesto con total lealtad y sinceridad cuando soy requerido para ello por el mando o, también, cuando considero que es mi deber hacerlo. Objetivamente hablando, el balance de la transición – hasta ahora -, no parece presentar un saldo positivo: terrorismo, inseguridad, inflación, crisis económica, pornografía, y, sobre todo, crisis de autoridad. Los militares, en general, hemos contemplado la transición con actitud expectante y serena, pero con profunda preocupación” (Mérida, María. “Mis conversaciones con los generales”. Editorial Plaza & Janés, S.A., 1979. Págs. 197 y 198).
(3) Me he remitido a la versión conocida popularmente, aunque, en realidad, lo sucedido fue que el 3 de enero de 1874, cuando el presidente de la I República, Emilio Castelar, perdió una moción de confianza y se procedió a la elección de un nuevo Gobierno, a cuya presidencia aspiraba el centrista Eduardo Palanca, el General Pavía hizo llegar una nota al presidente de las Cortes, Nicolás Salmerón, ordenándole que desalojase el local. Los diputados no obedecieron la orden y permanecieron en sus asientos, aunque terminaron haciéndolo cuando una dotación de la Guardia Civil se presentó en el hemiciclo y los desalojó, disolviendo las Cortes y dando fin al régimen parlamentario republicano.
Tras el golpe de Estado, Pavía convocó a todos los partidos políticos – excepto cantonalistas y carlistas – para formar un gobierno de concentración nacional, que dio el poder al general Serrano, comenzando así una dictadura republicana que culminaría con la restauración de la monarquía en la persona de Alfonso XII.
(4) Calvo Sotelo, Leopoldo. “Papeles de un cesante”. Editorial Galaxia Gutemberg, 1999. Pág. 91.