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La firma

Gloria illis qui mortui sunt

"La muerte forma parte de la vida"

(Foto: E&J)

Pedro Tuset del Pino

Magistrado-juez de lo Social de Barcelona




Tiempo de lectura: 5 min

Publicado




La firma

Gloria illis qui mortui sunt

"La muerte forma parte de la vida"

(Foto: E&J)



Desde que falleciera mi padre, hace ahora más de seis años, he tomado por costumbre acudir una vez al mes al cementerio donde yacen sus restos.

Hasta entonces, acudir al cementerio era algo esporádico, de compromiso o, si se quiere, un acto social y respetuoso en memoria del fallecimiento de un familiar, allegado o amigo.



El término cementerio tiene mucho que ver con el cristianismo, aunque se empleaba el término griego de necrópolis para designar a los emplazamientos donde se realizaban los entierros, y que significa literalmente “ciudad de los muertos” (de necro: muerte, y de polis: ciudad).

No obstante, ante la creencia cristiana de que la muerte solo es un tránsito y, por tanto, al fallecer lo que se hacía era dormir para posteriormente resucitar, se sustituyó el termino necrópolis por el de cementerio, sinónimo de “dormitorio”.

Y es que la palabra cementerio proviene del latín vulgar “cemeteriu’”, y éste del latín culto “coemeterium”, que a la vez venía del griego “koimeterion” -κοιμητήριον-: lugar donde dormir/dormitorio (de koimo, dormir/estar echado/acostarse, y de terion, sufijo de lugar).



Al castellano nos llegó como “cemeterio” (derivado del latín vulgar “cemeteriu”), aunque a través de los siglos se añadió al término una “n” intercalada, a la que los expertos dan dos posibles motivos. La primera, que el término acabase siendo conocido por todos como ”cementerio” y no “cemeterio”, atendida la facilidad y menor complicación a la hora de ser pronunciada. Por otro lado, muchos son los que defienden la hipótesis de que hubo quien confundió el origen etimológico de la palabra y se lo adjudicó al término latín “caementa” (piedra quebrada) que derivó en “cemento”, al utilizarse esta argamasa para construir y cerrar las tumbas, nichos y mausoleos.

Etimologías aparte, debo admitir que no parece un buen plan ir un camposanto regularmente, enfrentándote a la soledad, al respeto, al silencio y a la veneración que impone el lugar. Sin embargo, se me ha enquistado un hábito que, desde la perspectiva y el sosiego, me resulta familiar, acogedor y, en especial, causa de reflexión.

He tenido ocasión de hablar en otros comentarios de la muerte, algo para quien la mayoría de personas se esquiva, como si no existiera o aun existiendo debiera ocultarse, a pesar de que en la historia de los tiempos los muertos superan con creces a lo vivos Y, sin embargo, la muerte forma parte de la vida, porque desde el preciso instante en que nacemos comenzamos a morir. La vida tiene un inicio, pero también un final, una fecha de caducidad, que aún desconocida llegará: “certus est et incertus quando

Pero no porque queramos ocultar su existencia desaparecerá del plano vital. Continuará con su presencia, velada, acompañándonos allá donde vayamos, razón por la que comparto el pensamiento de Montesquieu cuando afirmó que “Toda la sabiduría y todos los discursos del mundo se resuelven en esto: enseñarnos a no temer la muerte”.

Y es que no nos damos cuenta de que convivimos con la muerte a diario. Los diarios, los canales de televisión, la radio, las plataformas sociales, los comentarios de la gente, de nuestros vecinos, siempre están salpicadas de noticias trágicas. Fallecidos en accidentes de tráfico, en guerras, enfermedades, hambre, tortura, reyertas, robos.

«Cuando voy al cementerio me sirve como acto y cura de humildad, reflexión, recogimiento, aislamiento y compasión». (Foto: E&J)

Pero cuando más nos toca de frente la muerte es cuando, impecable, afecta a un ser querido. Hasta entonces era una simple noticia, algo que comentábamos en tercera persona, tal vez una anécdota, un disgusto pasajero, pero ahora, revelándose con toda su crudeza y en primera persona, se revela como algo inesperado, que nos abate de dolor, incomprensión, incredibilidad, impotencia, rabia.

Los instantes previos al entierro o a la incineración del fallecido nos dejan una huella imborrable y perecedera. Todo está programado, pensado, estudiado para que los allegados den su último adiós en un ambiente de recogimiento, dolor contenido, lágrimas sinceras, acaso furtivas o desconsoladas, ánimos bienintencionados y reconfortantes, sentidos mensajes de despedida recogidos en el libro de recuerdos.

La misa de corpore in sepulto, acompañada de un trío de cuerda que nos reconforta con los sones del Ave María, de Franz Schubert, el homenaje póstumo y las plegarias del sacerdote que la oficia. Todo es ceremonia, incluyendo la despedida final.

Pero luego viene la calma, el tiempo infinito, los recuerdos, las emociones, la tristeza, la soledad, aun cuando sea compartida.

Por eso mismo, cuando voy al cementerio me sirve como acto y cura de humildad, reflexión, recogimiento, aislamiento y compasión. Saber que quienes allí yacen también vivieron intensamente, sortearon problemas, se esforzaron en estudiar, trabajar, levantar una familia, participar de momentos felices y de otros amargos, que amaron, sintieron, padecieron.

Todo ello me conduce a valorar lo que soy y lo que tengo, a ser más próximo con mis semejantes, a intentar cerrar heridas y acabar con las rencillas, las envidias, el apoderamiento, la sobreestima, a socializar, vivir con intensidad cada instante de nuestra existencia, a dar gracias por quienes nos rodean.

Tal vez, quizás por ello, Günter Gras opinase que los cementerios siempre le suponían un atractivo, porque están bien mantenidos, libres de ambigüedad, lógicos, viriles, y vivos.

En cualquier caso, honrar a los muertos es anudarnos a la vida y a la memoria de quienes nos precedieron. El gran filósofo, Julián Marías, en su obra “Mapa del Mundo Personal”, se cuestiona si los muertos dejan de pertenecer a nuestro mundo personal, concluyendo que en modo alguno; pasan a otra forma de relación, la máxima distancia, la ausencia definitiva e irreversible. Probablemente, la manera más segura y eficaz de determinar si nuestras relaciones humanas son simplemente eso o llegan a ser estrictamente personales es ver qué significa para ellas la muerte.

La muerte es inevitable, a ella acudimos con un solo billete de ida

Las primeras, al morir la otra persona quedan conclusas, canceladas, persisten en forma de recuerdo que carece de actualidad. En el otro caso, persiste la viveza de la relación, el desgarrón, la herida siempre sentida, en suma, la privación. Todo ello, por supuesto, añade el pensador, en muy diferentes grados, que van de lo soportable y capaz de cicatrizar a lo devastador y destructor de la configuración de la vida.

Para Epicuro, la muerte es una quimera, porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo. Y lo anterior enlaza con el pensamiento que nos ofrece otro filósofo, Salvador Anaya, cuando opina que la vida que vive el ser humano es la vida mental-espiritual del alma, y el mundo que habita es el que él mismo construye imaginándolo, y aunque después de la muerte el mundo objetivo sea distinto, el alma conservaría sus valores y su manera de ser, de forma que el alma compasiva imaginará un mundo compasivo, y si es cruel un mundo cruel, si el alma es feliz imaginará un mundo feliz y si es un alma atormentada un mundo desgraciado.

En cualquier caso, la muerte es inevitable, a ella acudimos con un solo billete de ida, con lo puesto, desprovisto de todo lo material, y completamente solos, sin más compañía que nuestra propia consciencia.

Pero las ganas de vivir son únicas, personales e intransferibles; y si es así y lo conseguimos, podremos estar muertos de celos, de miedo, de envidia, de aburrimiento, de pena, de risa, de rabia o, incluso, de amor, pero sintiendo cada instante con tal intensidad que nos hará valorar en su justa medida el valor de la vida, de nuestra vida.

Paseando por el cementerio reflexiono, medito, valoro, aprecio pero, sobre todo, refuerzo mi condición humana, mi vitalidad, mis ansias de continuar luchando por un ideal, por una meta, por atrapar momentos de felicidad únicos, en definitiva por seguir viviendo.

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