La dimensión social y racional del hombre vs. la inteligencia artificial
"La IA se impondrá sin compasión"
(Foto: E&J)
La dimensión social y racional del hombre vs. la inteligencia artificial
"La IA se impondrá sin compasión"
(Foto: E&J)
Bien pensado, nuestra vida, lo que no rodea, lo que experimentamos, a lo que nos enfrentamos, todo aquello que nos envuelve y nos da sentido, resulta impensable si no lo es desde una perspectiva humana.
El centro gravita desde la existencia del ser humano, el único animal racional que se pregunta el porqué de las cosas, intentando dar respuesta adecuada a sus necesidades, que no siempre es la mejor ni la más conveniente pero que en ocasiones es la única posible.
Con todos sus defectos pero también con todas sus virtudes, la dimensión humana es la génesis auténtica del mundo que habitamos. Al hombre le debemos la evolución de la sociedad, el devenir histórico, el progreso, la civilización, la cultura, el arte, la pintura, la oratoria, la filosofía, poder viajar a largas distancias en poco tiempo, indagar y conocer nuestro Universo, buscar más allá de nuestro limitado espacio sideral nuevas formas de vida, otros planetas donde poder trasladar e implantar nuestra forma de sociedad y de convivencia.
En buena y justa medida, el hombre es un ser esencialmente insatisfecho, sediento de conocimientos, embriagado por el saber, obstinado en avanzar y nunca en retroceder, cauto y atrevido a la vez en sus decisiones, convencido de lo que quiere.
El hombre ofrece tantas aristas y posibilidades que se hace difícil destacar cualquiera de ellas porque forman un todo inseparable que lo hace único.
Todo tiene un tempo. Como dijera Alexis Carrel, el ambiente que durante muchos milenios ha moldeado el cuerpo y el alma de nuestros antepasados, ha sido substituido por otro. Esta revolución silenciosa ha tenido efecto sin que apenas la advirtamos. No nos henos dado cuenta de su importancia. Sin embargo, es este uno de los acontecimientos más dramáticos en la historia de la Humanidad. Porque cualquier modificación que se produzca a su alrededor, turba inevitable y profundamente a los seres vivos. Por eso debemos determinar la magnitud de las transformaciones impuesta por la Ciencia sobre el modo de vida ancestral, y, por consiguiente, sobre nosotros mismos.
En esta época de constante evolución donde las nuevas tecnologías imponen sus amplias e infinitas posibilidades, hay quien cree que es el inicio del fin de la humanidad, que ésta quedara sometida al designio de las máquinas, que su voluntad quedará relegada a un segundo plano, que la inteligencia artificial se impondrá sin compasión y nos convertiremos en simple títeres de una voluntad ajena.
Pero, todo lo contrario, así como las máquinas se componen de muchas partes, originalmente separadas, una vez montadas esas piezas, su multiplicidad se vuelve unidad y, al igual que el individuo humano, se construye para un fin específico. Pero es primariamente compleja y secundariamente simple.
Por el contrario, el hombre es primariamente célula, que se divide en otras dos, las cuales se dividen a su vez, y esta división continúa indefinidamente. Y es en este proceso de elaboración estructural donde el embrión conserva la simplicidad funcional, convirtiéndose en los elementos de una innumerable multitud, que conocen espontáneamente sus funciones en el conjunto organizado.
Además, así como las máquinas permanecen inalterables con el tiempo y cualquier disfunción es corregida adecuadamente, mejorando incluso sus funciones, el tiempo actúa de manera diversa en la transformación del cuerpo y de sus actividades en el curso de la vida, equivaliendo a una sucesión ininterrumpida de estados estructurales, humorales, fisiológicos y mentales que constituyen nuestra personalidad. Somos materia y el tiempo fisiológico interactúa de tal suerte que supone un obstáculo natural que nos hace finitos y vulnerables, lo que facilita y coadyuva a transmitir generacionalmente nuestros conocimientos y experiencia.
Pero hay más, las máquinas son un conjunto seriado, identificable mediante un algoritmo o número. Sin embargo el hombre es originariamente individualizable, único, intransferible. Tiene su propio rostro, facciones, carácter, reacciones, emociones, tendencias, orientaciones, frustraciones. Y ese conjunto lo hace más fuerte, insuperable, capaz de fabricar máquinas e ingenios a las que tan solo transmite órdenes e instrucciones pero nunca el particular y personalísimo componente genético. En palabras de Julián Marías, la persona humana es alguien corporal, sin omitir el sentido de ninguno de los dos términos. El rostro es la “proa”, la fachada la delantera de corporeidad. El carácter viniente de la persona se expresa en la cara, que “avanza” y sale al encuentro de los demás. Por eso le pertenece, no solo la forma o figura, sino más aún la expresión.
Quizás hay otra lucha aún por vencer, y es que el hombre observa una curiosa dualidad existencial. De un lado vive en sociedad, depende de la interacción, pero de otra es un individuo, que necesita su parcela de soledad, de aislamiento, de reflexión, de pura abstracción. Y es aquí donde puede surgir el problema, porque la sociedad moderna ignora al individuo si es que no se sumerge en la masa, se amolda a las costumbres, principios y pautas a seguir. La individualidad puede ser peligrosa si se aparta de los cánones establecidos por la sociedad en que se integra. ¿Qué no puede pasar, pues, con las máquinas?
El progreso nos invade, nos colapsa, nos mediatiza, nos impone, nos aparta si no lo aceptamos. Este sistema evolutivo forma parte integrante de la historia de la humanidad, pero debemos partir del convencimiento de que quien domina, controla, supervisa, limita y racionaliza es el hombre, y en este sentido, afortunadamente, poco o nada ha cambiado.
El hombre continúa siendo el protagonista, el único protagonista, del que dependen todas las cosas que ha ideado. No entenderlo de este modo sería, es, negar la propia dimensión humana, ceder ante lo artificial.
Y aun cuando el hombre es materia también es espíritu, entendido éste, en su definición orteguiana, como el principio que triunfa sobre la materia, que la mueve y agita, que la informa y la transforma y en todo instante pugna contra su poder negativo, contra su trágica pasividad.
En cualquier escenario posible, nuestra capacidad y funcionalidad racional siempre se impone. Las máquinas, no lo olvidemos, están al servicio del hombre, dependen de él y solo encuentran sentido por él. De ahí que la humanidad, lejos de estar programada, obedezca a instintos y sentimientos, individuales o colectivos, que la hacen única e invencible, como corresponde a su estructura orgánica y genética, su misión y finalidad, tan distintas a la de la inteligencia artificial.
Las máquinas, no lo olvidemos, están al servicio del hombre
Así como los mecanismos secretos de nuestras actividades fisiológicas y mentales pueden ser la causa de nuestra debilidad, del mismo modo constituyen el sello único de nuestra especie y la única que nos puede conducir a la salvación en armonía con las leyes de la naturaleza.
Nada dotado tan solo de materia y huérfano de espíritu, y la inteligencia artificial lo es, puede ni podrá vencer los obstáculos de la identidad, la armonía y, sobre todo y ante todo, de la racionalidad, como resorte de la iniciativa plena, aquella que no viene condicionada por elementos externos ajenos a una voluntad que ni tan siquiera existe, sino que viene programada, establecida de serie y que responde a estímulos, no emocionales, sentidos o queridos, sino a algoritmos y previsiones que se apartan de la propia condición humana.
Por solo poner un ejemplo. Me resisto a creer, y aun mucho menos a que me convenzan, que la justicia puede operar y administrarse a través de robots, tengan o no figura y aspectos humanos, si consideramos que la capacidad de raciocinio es el estímulo último para resolver las situaciones que se nos presenten, como respuesta a la reacción emocional que nos es propia, porque ¿acaso puede admitirse que una máquina está en disposición de valorar las distintas situaciones emocionales, subjetivas, personales e individuales que dan sentido a que el juez resuelva con plena consciencia en la interpretación y aplicación del Derecho?
Sin rehuir del futuro, que en ocasiones ya es el presente, y que, queramos o no, se integra indefectiblemente en el ciclo vital, lo que no podemos, lo que no debemos, es relegar la inteligencia humana a un segundo plano, dependiente de la artificial, porque una situación tal nos conduciría inexorablemente por la pendiente del negacionismo convirtiéndonos en esclavos de la decisión de unos cuantos que dominarían, por medio de las máquinas, la voluntad general, el comportamiento individual y el poder de decisión libre y consciente.
He aquí el gran dilema que se nos abre. La pregunta ahora es, ¿sabremos afrontar con éxito el reto?