La Justicia que se atreve a mirar
"La Justicia que se inclina puede restaurar"
(Imagen: E&J)
La Justicia que se atreve a mirar
"La Justicia que se inclina puede restaurar"
(Imagen: E&J)
El polarizador psicólogo canadiense, Jordan Peterson, empezó su reciente intervención en una sesión del congreso de los EEUU, destinada a exponer la opinión de un panel de especialistas sobre nutrición y salud, estableciendo que cualquier empresa acometida por el ser humano responde a sus creencias sobre la naturaleza de la realidad. Es decir, sostiene Peterson que no existe la ejecución aséptica en ningún ámbito. Incluso las ciencias bailan la música del científico, y por eso se inclinan por unos pasos y no otros.
Entrar en detalle sobre las cuestiones que fundamentan los principios a los que rendimos tributo es cuestión insondable. No obstante, la antropología ha podido observar que, si bien no existe un orden universal, las organizaciones humanas riman y se asemejan. Hay tantos órdenes como circunstancias humanas. De ellos dan fe los textos sagrados de todas las religiones en su alusión a los principios universales. Y, la buena hermenéutica tiende puentes entre feligreses en vez de reivindicar la pureza de los principios de unos u otros.
De esta relación, entre el orden de principio y los órdenes de contingencia, toma nota la historia. Que, en gran manera, es la génesis de la tragedia del ser humano: ser conocedor de los principios y, a la vez, ser incapaz de garantizar que caigamos en su incumplimiento. Hasta el punto de que casi es más universal, como dice el filósofo Joan-Carles Mèlich, ser bondadoso que creer en el bien. Frente a esta incapacidad connatural se palpa una cuestión delicada pero de tremenda relevancia: ¿Qué relación se establece entre lo absoluto y lo parcial; entre el principio y la circunstancia; entre lo imperativo y lo contingente; entre lo moral y lo ético[1]?
Un pie dentro y un pie fuera
Se suele afirmar que quien hace lo que puede no está obligado a más. Y sin embargo, vivimos en un orden social que se vanagloria, no sin motivo, de tener y aplicar criterios absolutos, tales que las leyes.
Como muestra de ello, el principio que establece que aún y siendo desconocedor de la ley debo cumplirla, y en caso negativo, se me penalizará. Abundan quienes defienden el imperio de la ley como el bastión de la democracia, y se justifican citando las aberraciones que han cometido quienes se han servido de aquella.
La Directiva (UE) 2024/1760 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 13 de junio de 2024, sobre diligencia debida de las empresas en materia de sostenibilidad y por la que se modifican la Directiva (UE) 2019/1937 y el Reglamento (UE) 2023/2859 puede suponer una punto de inflexión radical sobre esta cuestión. Así lo defendían con contagiosa clarividencia y expresividad todos los ponentes del taller ofrecido por el Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona (ICAB) el pasado jueves 26 de septiembre. En especial, Adán Nieto y Raúl Calvo, quienes, en su turno, esbozaron las cuestiones teóricas y prácticas que irradia la diligencia debida que impone esta directiva.
Adán Nieto hizo hincapié en una cuestión semántica: frente a la actuación delictiva cometida por una empresa, bajo este nuevo mandato, esta no sólo está forzada a reparar el daño, pues eso se viene haciendo a través de la compensación económica estipulada, sino que tiene el deber de restaurar aquello que ha dañado. Y en ese ejercicio de restauración, incidió Raúl Calvo, la empresa no sólo reconoce lo hecho, sino que asume y se responsabiliza de sus consecuencias. El de la restauración es el único proceso que permite reintegrar al culpable/responsable en la visión común futura. Intensificando y liberando la comprensión de su interés, el culpable aspira a reconocer la restauración como la mejor forma de dar respuesta a lo sucedido, pues advierte que la buena práctica y, no sólo el rendimiento económico, es su mayor interés.
Y es que, como Calvo aseguró, el Derecho no ha resuelto nunca ninguno de los grandes problemas de la humanidad. ¿Por qué? Porque el problema siempre rebasa el envase jurídico, o lo que es lo mismo, la realidad siempre supera los mapas que los principios imponen. Para abordar las consecuencias de la globalización, que ha magnificado, complejizado, e intensificado los procesos humanos, entre ellos el alcance de las empresas humanas, en sus dos acepciones, la justicia debe tener muy presente que lo más importante es la comprensión del problema, y no tanto la aplicación de leyes.
El Derecho pretende preservar, defender y coercer los principios reconocidos como necesarios para la convivencia. Y, sin embargo, el mero cumplimento de estos no garantiza que las empresas humanas se hagan en ‘pos’ del bien, o de condiciones de vida adecuadas, ni que se promuevan unas condiciones de trabajo aceptables, ni que se cubran las necesidades para componer un propósito vital decente. Menos aun cuando el incentivo económico responde, muchas veces, a una producción compulsiva y poco más.
Como enuncia el dicho: hecha la ley, hecha la trampa; pues lo legal es garante de que muchas empresas puedan amparar sus cuestionables principios como legales. Esta escisión entre legalidad y principios morales ha permitido y sigue permitiendo el blanqueo legal de barbaries. Me atrevería a afirmar que la legalidad es la moralidad de nuestro tiempo. Y, si hace casi tres cuartos de siglo, Hannah Arendt ya diagnóstico que el totalitarismo nace de la ilusión por dirigir el bien a través de un orden social donde todo es exclusivamente político, ahora empezamos a entrever que otra consecuencia de la supremacía de la norma es el empobrecimiento y la desnutrición ética que supone su mero cumplimiento.
¿Cuánta reparación puede tolerar un sistema de justicia?
Esta es la gran entelequia: la formalización de una normativa que obliga a una diligencia debida que busca el cumplimento más allá de la obligación legal. No deja de ser un apaño, pues la mencionada diligencia debida responde a la llamada a reconocer que necesitamos la restauración y reparación de nuestros valores. De hecho, la restauración es propiedad innata de todo lo que crece en el planeta. Es un atributo de la naturaleza que se regenera y restaura sin leyes ni obligaciones: el gran milagro de la vida.
En nuestro empeño por aproximar la legalidad a unos principios éticos y alejarla de los dañinos incentivos económicos, pretendemos obligar y garantizar el bien, imponiendo la restauración como método de justicia, pero, si no se da ¿cómo se podrá coercer? ¿Quién y cómo lo hará? ¿Será el incumplidor multado, como hasta ahora? ¿No es este justamente el brete? ¿Cómo transmutar la obligación legal en voluntad ética?
Jacob, el personaje bíblico, es rebautizado Israel por Yahvé como consecuencia de su intento por engañar a Dios. Así, Israel quiere decir “nosotros que forcejeamos con Dios”. En esta empresa irresoluble que acometemos los humanos, los intentos se suceden por arrimar los principios universales a nuestra capacidad para encarnarlos. Y en este ejercicio de subsidiariedad, de aterrizaje moral, no podemos sino intentar, tratar, ensayar, probar, tentar, únicamente seguros de nuestra vulnerabilidad. Como describió en sus estudios antropológicos Gregory Bateson, la restauración es el proceder de lo vivo: todo se rompe y disgrega, para integrarse y emerger en mayor coherencia y resonancia. Lo denominó esquismogénesis y esta es connatural a la condición humana, pues la divergencia es el origen y el acuerdo el único intento que nos permite seguir.
Ojalá, en este baile, el reconocimiento jurídico de la restauración como herramienta indispensable, la justicia restaurativa, nos brinde la música necesaria para seguir ensayando lo justo.
“Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío.” Juan 17:10
[1] Recomiendo el ensayo Vulnerabilidad por Miquel Seguró.