La libertad, en tela de juicio
"La independencia judicial y la separación de poderes son fundamentales"
(Imagen: Poder Judicial)
La libertad, en tela de juicio
"La independencia judicial y la separación de poderes son fundamentales"
(Imagen: Poder Judicial)
El primer artículo de nuestra Constitución proclama que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho. ¿Sabemos realmente lo que significa esta expresión?
El concepto de Estado de Derecho nace estrechamente vinculado a la ideología liberal y se desarrolla de forma plena en el siglo XIX. En su sentido material, implica que el Estado se organiza de tal manera que el poder está sometido a límites con la finalidad de proteger los derechos inalienables del individuo, que son previos al propio Estado. El individuo, en cuanto titular de una esfera libre de injerencias por parte del poder político es, así, el eje vertebrador del pensamiento liberal y, por ende, del conjunto de principios que materializan la noción de Estado de Derecho.
Entre estos principios ocupa un lugar destacado el de la separación de poderes. Solo diferenciando la función de creación normativa (legislativa) y la de aplicación de dichas normas (ejecutiva y, sobre todo, judicial), atribuyéndolas a distintos sujetos (legislador, gobierno y jueces) y asegurando la plena independencia de estos últimos respecto de los dos primeros (separación de poderes) se puede proteger al ciudadano frente al poder político (parlamentos y gobiernos).
Estas ideas se encuentran hoy sometidas a fuertes tensiones en todo el mundo. Desde hace algunos años la independencia judicial, la separación de poderes y, por lo tanto, la noción misma de Estado de Derecho son objeto de furibundas críticas. Los principales ataques – los que llevan implícita una mayor potencia destructiva – se amparan, curiosamente, tras una invocación del principio democrático. Se dice que los jueces obstaculizan la materialización del mandato popular expresado en el resultado electoral, lo cual se considera inaceptable desde un punto de vista democrático en la medida en que los jueces, a diferencia de legisladores y gobernantes, no han sido respaldados por la comunidad mediante el proceso electoral.
Esta idea de democracia, entendida como ejercicio de un poder que procede del pueblo de acuerdo con la voluntad de ese mismo pueblo expresada en las urnas, desvincula la cláusula del Estado democrático del Estado de Derecho. La democracia es una idea antigua, que encontramos ya en la Grecia clásica y que no exige que el poder esté sometido a límite alguno. Para que el poder sea democrático basta que proceda del pueblo y que éste participe en su ejercicio. Lo específico de la democracia liberal en la que hemos vivido hasta ahora es que ese poder democrático está limitado para garantizar la esfera de libertad inviolable que, según el pensamiento liberal, pertenece al ciudadano.
Ese equilibrio, condensado en la fórmula constitucional «Estado democrático de Derecho» es el que está en riesgo. Las implicaciones son profundas. Piénsese que los derechos fundamentales constituyen una categoría anclada en la idea de Estado de Derecho, no en el principio democrático. Como decía Dworkin, los derechos fundamentales son límites a la acción política democrática. Prescindir del Estado de Derecho implica renunciar a la protección efectiva de los derechos fundamentales.
El Estado democrático de Derecho es algo más que la simple suma del principio democrático y la ideología liberal. Supone reconocer que el individuo debe gozar de un espacio propio en el que se desenvuelven los derechos que le permiten desarrollarse libremente como individuo (derechos civiles: libertad personal, de expresión, religiosa, etc) y que ese espacio debe estar protegido frente a las injerencias del poder. Pero también implica admitir que dentro de ese haz de derechos protegidos (derechos fundamentales) se encuentran aquellos que articulan su participación, en cuanto miembro de la comunidad política, en el ejercicio de aquel poder limitado (los derechos de participación: sugragio, acceso a cargos públicos en condiciones de igualdad, afiliación a partidos políticos, etc). La combinación final configura la democracia como un sistema político que, aunque basado en el principio mayoritario, embrida el ejercicio del poder conforme a unas reglas que protegen a las minorías. Este resultado final es imposible si no existe un poder judicial independiente.
Ataques a la independencia judicial a nivel mundial
Los ataques a la independencia judicial son globales. Los hemos visto en países como Hungría, Polonia o, más recientemente, Estados Unidos o Israel. También en España. Desde hace algunos años venimos asistiendo en nuestro país a un proceso deliberado de deslegitimación del poder judicial. No se ataca una resolución judicial en concreto, o a un juez en particular que haya podido tener un comportamiento inadecuado. El ataque se dirige de forma global contra los jueces, a los que se presenta como integrantes de un colectivo privilegiado, endogámico, alejado de la ciudadanía y, sobre todo, al servicio de sectores reaccionarios dispuestos a implementar una agenda política oculta. Se quiere transmitir la idea de que los jueces ejercen, por definición, un poder antidemocrático.
La finalidad de este proceso es, naturalmente, modificar nuestro sistema institucional – de hecho, de derecho o por ambas vías – de manera que el poder judicial quede sometido en su actuación al control del poder político, como ha sucedido con el Tribunal Constitucional. Ese intento de control está detrás del permanentemente cuestionamiento del sistema de acceso a la judicatura (mejorable, pero por razones distintas de las esgrimidas), de la falta de renovación del CGPJ o de la imposibilidad de efectuar nombramientos discrecionales para cargos judiciales, por poner algunos ejemplos. Semejante forma de concebir el ejercicio independiente de la jurisdicción – como un estorbo – fundamenta igualmente la idea de que los jueces deben rendir cuentas de sus decisiones ante el parlamento (comisiones por lawfare).
Más allá del oportunismo táctico de las formaciones políticas populistas, el problema de fondo radica en la quiebra de la idea del Estado democrático de Derecho, a la que antes aludía. De los dos elementos que la componen, el punto débil se sitúa en la cláusula de Estado de Derecho, cuyo fundamento es el individuo, como entidad central sobre la que pivota todo el sistema social. El fenómeno histórico profundo al que nos enfrentamos tiene que ver con un desplazamiento del individuo de esa posición central.
La crisis del Estado de Derecho es, por lo tanto, una crisis de la idea misma de libertad individual.