Nadie es contingente
Nadie es contingente
Olvidan, como escribió Montagne, que las leyes mantienen su crédito no porque sean justas, sino porque son leyes
Cada vez son más los caídos, los que se abandonan y los abandonados. Hace tiempo que el precariado y la desolación han prendido en sociedades que se decían del bienestar. Las necesidades desbordan las capacidades de atención solidaria de los poderes públicos, que buscan en la deuda un peligroso socorro de urgencia.
El mundo desarrollado parece una residencia de mayores con goteras y bajo presupuesto. La desigualdad económica anula los beneficios estabilizadores de la igualdad política y la demanda de una ética pública reforzada se escribe, como un grito hiriente, en las portadas de los noticiarios: el rey emérito no ha vuelto a casa por Navidad; el gobierno holandés dimite en bloque por discriminación; algunos alcaldes se vacunaron contra la Covid-19 saltándose el orden de prioridades establecido. Todos piden disculpas por su error. Todos, menos el expresidente Trump, que se marcha riendo sus gracias.
Olvidan, como escribió Montagne, que las leyes mantienen su crédito no porque sean justas, sino porque son leyes. Sin instituciones fuertes; sin la autoridad de la deliberación pública, el derecho se tuerce hasta convertirse en la marioneta de quien impone su idea de la justicia. La democracia sin derecho no existe, pero la credibilidad de este último depende, en gran medida, del fundamento ético de la comunidad a la que sirve.
Sin responsabilidad individual, ninguna ética pública es posible
No compliquemos la mañana. Tomemos un café con los colegas, aunque sea en el cuarto de la fotocopiadora, de pie y con una melita traída de casa porque han clausurado la sala de descanso, recogido las sillas y desconectado las máquinas de vending, en aplicación del enésimo protocolo anti-Covid. He dejado la mascarilla, será un momento entre amigos, no merece la pena volver ¿sabéis lo del consejero de Murcia? ¿Y esa tarta? Es que está de cumpleaños; esto parece al camarote de los hermanos Marx.
Sin responsabilidad individual, ninguna ética pública es posible. A diferencia de los políticos, no podemos dimitir de nosotros mismos ni para tomar un café. La salud democrática requiere inmunidad de rebaño. Y urge reponerla.