Reflexiones en torno al Estado de Derecho
"Resulta fundamental atenerse al marco constitucional"
Actuales miembros del Tribunal Constitucional (Foto: TC)
Reflexiones en torno al Estado de Derecho
"Resulta fundamental atenerse al marco constitucional"
Actuales miembros del Tribunal Constitucional (Foto: TC)
Sin duda vivimos en unas sociedades en las que el exceso de leyes, decretos, disposiciones y un sinfín de normas jurídicas que nos afectan llegan a confundirnos de tal manera que resulta necesario para discurrir por las mismas una verdadera aguja de navegar con el fin de no perderse en su marasmo y, en no pocas ocasiones, en las disfunciones gramaticales, lingüísticas y sintácticas en que aparecen impresas en los textos oficiales que las publican, como no hace mucho tiempo indicaba en una Tribuna anterior el abogado Don Francisco Vega Sala.
Es verdad que la complejidad de la vida y la globalización del Mundo exigen probablemente la existencia de todas estas normas jurídicas. Es algo que no vamos a discutir aquí, a pesar de que un aforismo clásico afirma que “Muchas leyes, pésima República”.
Sin embargo, ya Cicerón nos advertía sobre la necesidad del Derecho con esta afirmación: “Una sociedad sin Derecho no puede vivir, no se puede constituir e incluso no puede pensarse”; pero el mismo Cicerón apuntaba que “Más allá de la ley escrita, y más que el edicto de los pretores, es en las profundidades de la Filosofía y del estudio de la naturaleza humana donde hemos de buscar el conocimiento de la naturaleza del Derecho”, y así es como la República romana fue construyendo a lo largo de su multisecular historia su espectacular cuerpo jurídico del que somos herederos los dos grandes edificios jurídicos actuales: el romanista y el common law.
Sin partidos políticos no hay democracia verdadera para garantizar los mandatos que se derivan de la Constitución
La Historia nos viene a demostrar que la Humanidad ha ido aprendiendo, en muchas ocasiones, como consecuencia de los grandes desastres que ha sufrido y no cabe duda que nuestro Mundo actual y nuestro Derecho sufrieron una gran convulsión como consecuencia de las dos guerras del Siglo XX y de las atrocidades cometidas en las mismas. Fue al final de la Segunda Guerra Mundial, en el año 1945 y en la ciudad de San Francisco, que se firmó la Carta de las Naciones Unidas que, como todos sabemos, comenzaba diciendo “We the peoples…”, para proclamar, todos esos pueblos, un nuevo orden jurídico internacional basado en la defensa de los Derechos Humanos, cuyo fundamento debía ser “la inviolable dignidad de la persona”.
Sin duda, como afirmaba el gran jurista romano, del estudio de las profundidades de la naturaleza humana, la Humanidad ha comprendido que es en la dignidad, intransferible e inviolable de la persona, que debe levantar su edifico jurídico con la finalidad esencial de preservar la dignidad, idéntica en todos los hombres y mujeres sin distinción de ninguna clase. La vulneración de la dignidad ha sido la causa de los mayores males que hemos sufrido y seguimos sufriendo. Por ello, no es tarea exclusiva de cada pueblo en concreto su preservación en un determinado marco jurídico que lo proteja, sino que concierne a todos los pueblos de la Tierra, hoy tan interconectada. Ya demostraron las dos grandes guerras que los desajustes en la determinación del fundamento del orden jurídico cuando se antepone cualquier interés particular o partidario sobre el derecho a la vida y a la connatural dignidad de la persona, conducirán siempre, de manera inexorable, o bien a la instrumentalización de la persona e incluso a su cosificación, o bien a la confrontación.
Por ello, y fruto de la Carta de las Naciones Unidas de 1945, el 10 de diciembre de 1948 en París se proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos; un texto que, en su extraordinario Preámbulo y con tan solo treinta artículos, produjo un cambio espectacular en la mayor parte de los ordenamientos jurídicos que lo suscribieron y, en concreto, en nuestro continente. Así el 5 de mayo de 1949, en Londres, se firmaba bajo esos principios el Estatuto constitutivo del Consejo de Europa, que en 4 de noviembre de 1950, en Roma, propició el Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos, en cuyo texto se preveía ya el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, que tanto ha hecho en favor de su cumplimiento. Del mismo modo, el Tratado de la Unión Europea, firmado en Lisboa en 17 de diciembre de 2007, que entró en vigor el 1 de diciembre de 2009, tenía como finalidad la refundición de los textos comunitarios propiciando la unión para promover la paz, sus valores y el bienestar de sus pueblos. Y así, en su artículo 2 dispone “La Unión se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los Derechos Humanos, incluidos los Derechos de las personas pertenecientes a las minorías. Estos valores son comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres.”
Nuestro país está enmarcado en esa nueva concepción jurídica del Estado nacido desde el advenimiento del Estado Social y de Derecho y concretado en la Constitución de 1978, que fue una de las últimas constituciones posbélicas nacidas de la ineludible necesidad de colocar la dignidad de la persona como el fundamento de su ordenamiento jurídico. Ya la Ley Fundamental de la República federal alemana de 23 de mayo de 1949, que es su actual Constitución, dice en su artículo primero: “La dignidad humana es intangible. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder público. El pueblo alemán, por ello, reconoce los Derechos humanos inviolables e inalienables como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia del Mundo. Los siguientes Derechos Fundamentales vinculan a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial como derecho directamente aplicable.”; y siguen, así, desgranándose en los artículos siguientes de la misma, antes de entrar en el resto de su contenido, como es la organización del Estado. Cito esta Constitución, porque fue precisamente en Alemania donde, de una forma especial, antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, la dignidad de las personas y sus propias vidas quedaron terriblemente maltrechas.
En el caso de España, la Constitución dedica su Título I en forma exclusiva a los Derechos y Deberes Fundamentales y, en el artículo 10, que es el de su encabezamiento, dice así en su primer párrafo “La dignidad de la persona, los derechos que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden público y de la Paz social”. Y en el segundo párrafo establece para su aplicación el principio de convencionalidad al indicar que “Las normas relativas a los derechos fundamentales y las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”; es decir, estos Tratados y Acuerdos no precisarán de aquellos trámites que la propia Constitución exige para cualquier otra materia que haya sido acordada y ratificada por España en Tratado o Acuerdo internacional. He aquí cómo nuestro Ordenamiento en materia de derechos fundamentales se engarza en la internacionalidad y universalidad de los mismos como argamasa de lo que debe ser un Estado de Derecho.
Por todo ello, resulta preciso que el resto del Ordenamiento Jurídico derivado desarrolle sobre estas bases su efectividad teniendo en cuenta que la soberanía de estos Estados reside en el pueblo y los poderes tradicionales del Estado moderno repartidos entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial; todos ellos con funciones y cometidos específicos e independientes pero con la única finalidad de preservar el bien común de los ciudadanos conforme a las reglas constituidas, a las que sirven bajo juramento o promesa todos sus componentes.
Desde el Título II, relativo a la Corona, hasta el Título IX, relativo al Tribunal Constitucional, deberán ser expresamente preservados estos principios para mantener la finalidad y razón de ser del Estado en el que caben todos los ciudadanos sin excepción y todas la opiniones y formaciones políticas, puesto que en nuestra Constitución, a diferencia de otras de nuestro mismo entorno geográfico y político, no cabe lo que ha venido a denominarse la “democracia militante”, es decir, la posible exclusión de quienes no comulguen con el Estado democrático y opten por otro tipo de Estado o por su destrucción, alentando posturas que por la extrema derecha o la extrema izquierda nieguen la posibilidad del ejercicio democrático, que, como ha demostrado la Historia, han resultado catastróficas y propiciado las peores dictaduras y tiranías.
Por eso, resulta fundamental atenerse al marco constitucional que, en nuestro caso, es claro, preciso y breve; y a él se deben los tres Poderes, de quienes depende la estabilidad de la democracia española y la fortaleza de su Estado de Derecho.
Así, está claro que el legislativo tiene una de las funciones más importantes ya que es el poder primigenio al ser el único que es directamente elegido por sufragio universal y directo por todos los ciudadanos. A él le corresponde sin duda la potestad legislativa del Estado, la aprobación de los Presupuestos y el control de la acción de gobierno como cuestiones fundamentales. Sin embargo, el ejecutivo, que es quien dirige la política nacional e internacional del Estado así como sus Fuerzas Armadas, tiene una responsabilidad si cabe más relevante, puesto que al dirigir la política del Estado debe tener en cuenta no sólo los intereses del partido o partidos que ostentan el Gobierno, sino del conjunto de la nación, y es, al mismo tiempo, su cara pública. El Poder judicial no reside más que en el acto de juzgar y hacer cumplir lo juzgado por el órgano jurisdiccional unipersonal o colegiado, puesto que, sujetos a la ley, son los encargados de dirimir aquello que les ha sido sometido a su enjuiciamiento conforme a la misma. Por ello, no se puede confundir con el Consejo General del Poder Judicial, que resulta ser un órgano administrativo y no jurisdiccional, y que no tiene por qué estar integrado necesariamente por jueces, aunque su Presidente, en el caso de nuestro país, es, con buena lógica, el Presidente del Tribunal Supremo.
Para resolver como garantía última de la defensa de los Derechos Fundamentales y del cumplimiento por los poderes públicos de la Constitución, el Título de cierre de la misma, previo al correspondiente a su modificación, está dedicado, como decíamos hace un momento, al Tribunal Constitucional. Este tribunal es el único predeterminado por la Constitución y en ella se indica el número de magistrados que lo componen, entre quiénes se deben nombrar, qué instituciones públicas los nombran, la renovación de los mismos, y la duración de su mandato, fijado en nueve años. Es, en definitiva, el intérprete supremo de la Constitución y únicamente está sometido a la misma y a su Ley Orgánica. En materia de protección de los Derechos Fundamentales, es, subsidiariamente, el último garante de los mismos, como indica la propia Constitución en su artículo 123, al disponer que el Tribunal Supremo lo es en todos los órdenes “salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales”, que le corresponde al Constitucional.
Tanto los Poderes del Estado en su organización central como autonómica, deben ser, pues, exquisitos en las funciones que la Constitución les reserva, entre las que tienen por finalidad el nombramiento y renovación de aquellos cargos que precisan del consenso de los partidos políticos, como son, entre otros, el Defensor del Pueblo, los magistrados del Tribunal Constitucional o los miembros del Consejo del Poder Judicial, que tanto está dando que hablar en los últimos años. Ello da la medida de la calidad democrática de un país y de la responsabilidad de sus representantes. Otro aspecto igualmente importante, por no decir fundamental, es no hurtar en ningún caso la función legislativa, reservada a los órganos parlamentarios, mediante el uso y abuso del Real Decreto Ley, que la Constitución Española, en su artículo 86, reserva al Gobierno exclusivamente para los casos de “extraordinaria y urgente necesidad”. Sobre este último aspecto se ha pronunciado en forma reiterada la doctrina jurídica y el propio Tribunal Constitucional sin que, desgraciadamente, el Ejecutivo, haya sido del partido o partidos de uno u otro signo, lo haya cumplido de forma satisfactoria. La gravedad que representa el incumplimiento de aspectos tan fundamentales pone en evidencia la valoración que merece la democracia española, ya advertida.
No cabe duda que sin partidos políticos no hay democracia verdadera para garantizar los mandatos que se derivan de la Constitución, puesto que son precisamente los encargados de representar los intereses y preferencias de los ciudadanos y al mismo tiempo de elaborar las alternativas de gobierno tan necesarias en democracia. Es por tal motivo que debemos exigir de los mismos la máxima responsabilidad. Hoy, en estos momentos, no se debiera obviar una seria reflexión a nivel nacional sobre este tema.