Un cuento de Navidad: la rebelión togada
Un sueño que podría ser real
(Imagen: E&J)
Un cuento de Navidad: la rebelión togada
Un sueño que podría ser real
(Imagen: E&J)
Mi afición por coleccionar figuras relacionadas con el mundo jurídico viene de lejos. En parte, influenciado por el ejercicio libre de la profesión de Abogado y, en mucho, por mi posterior acceso a la carrera judicial, lo cierto es que lo que comenzó siendo un inocente capricho, se convirtió en una pasión.
Quizás no sean muchas pero sí las suficientes como para creer que las más de cuarenta figuras que he ido adquiriendo o que me han regalado a lo largo de estos últimos años forman parte de una verdadera familia. Una familia, si se quiere entrañable, curiosa, divertida, pero al fin y al cabo todas ellas con una peculiar historia o anécdota detrás.
No hay tienda a la que no entre para comprobar si algún personaje en barro, cerámica, plástico o cualquier otro material encarna a un juez, abogado o licenciado en Derecho. No importa si la talla es grande o pequeña, su mejor o menos refinado acabado, su diseño, su procedencia, aunque lo que me frena, a veces, sea su precio.
De esta forma, mi colección va creciendo poco a poco. Al principio de manera desordenada, colocando las figuras en las estanterías de la biblioteca o en cualquier rincón del salón, sin orden ni concierto.
Finalmente, decidí que debía reunirlas todas en un mismo lugar, y qué mejor que un armario expositor, a la vista de todos, mostrándose tal cual, ordenadas por tamaños.
Y ahí están, presidiendo la entrada de mi despacho-biblioteca, en el que habitualmente trabajo mirando expedientes y redactando sentencias. Fieles compañeras que me miran de reojo, atentas a lo que hago, incapaces de perturbar mi orden, impertérritas ante las decisiones que tomo, impasibles cuando el cansancio me vence, pacientes oyentes cuando hablo por teléfono o intervengo en alguna conferencia online: ¿Se puede pedir más?
Estoy orgulloso de todas ellas, aunque, como siempre ocurre, tenga mis preferencias, sin que trascienda para preservar la igualdad entre todas ellas.
Así estaban las cosas cuando una noche, tras acabar de redactar las sentencias que tenía pendientes, me retiré a descansar, cual soldado raso tras la ardua batalla. Me acomodé en mi sillón y opté por mirar un rato la televisión, dejando para mejor ocasión el libro que había comenzado a leer hacía no mucho.
Como era de esperar, caí en brazos de Morfeo y, con él, mis cinco sentidos. Sin embargo, creyendo estar sumido en un profundo sueño, me desperté sobresaltado por lo que creí oír proveniente, precisamente, de mi despacho.
Me incorporé, y con una cierta incertidumbre, no huérfana de temor, me aventuré por el pasillo hasta la entrada del despacho, y cuál fue mi sorpresa al ver que el armario expositor estaba abierto y que todas las figuras, sin excepción alguna, habían recobrado vida y se habían desperdigado por todos los rincones inimaginables.
Todas ellas se habían desplegado en grupos homogéneos. De un lado, los jueces, de otro, los abogados y los licenciados. Los primeros, adecuada y estratégicamente atrincherados en una de las estanterías de la biblioteca, habían colocado varios libros a modo de barrera horizontal, parapetados tras ellos.
Ahí estaban, protegidos por el “Manuel de Ciencia Política”, de Miquel Caminal Badía, “Los regímenes políticos contemporáneos”, de Jiménez de Parga, “Los Derechos del Hombre”, de Thomas Paine, varios volúmenes de las “Obras Completas” de Ortega y Gasset, el Estatuto de los Trabajadores y la Ley General de la Seguridad Social. Desde luego material no les faltaba y seguridad tampoco.
En otros estantes de la librería, situados justo en frente, se escudaron los abogados y demás afectos. También actuaron del mismo modo, refugiándose detrás de varios tomos, en esta ocasión, los Mementos Sociales de 2023 y 2024, de Francis Lefebvre, “El alma de la Toga “, de Ángel Osorio, “La República”, de Platón, “La democracia en América”, de Alexis de Tocqueville, “El ser y la Nada”, de Sartre y, capricho del azar o de la premeditación, “Me duele España”, de Ramón Tamames.
Mi presencia ni les inmutó. Siguieron como si tal cosa, mirándose fijamente y sin parpadear, apostados en sus respectivas posiciones sabiendo que nada bueno podía augurar aquella peculiar situación.
Lo cierto es que mis ojos no daban crédito a lo que estaba sucediendo y opté por ser un mero espectador, sin intervenir lo más mínimo, atónito como estaba.
De repente, el bando de los letrados tomó la iniciativa y uno de ellos, erigido en improvisado portavoz, se dirigió con voz firme y decidida al contrario para advertirles de sus reivindicaciones, todas ellas según su parecer justas y proporcionadas: señalamientos de juicios sin demoras; dictado de sentencias en el plazo máximo de un mes; poner freno a las suspensiones de un día para otro; mayor seguridad jurídica en torno a la necesidad o no de dar previa audiencia a los trabajadores en caso de ser despedidos; establecer un criterio cierto en torno a los despidos con baja médica; cómo debe computarse los permisos retribuidos, y así otras tantas materias que habían expuesto por escrito.
Finalizó su intervención recordando las sabias palabras pronunciadas por Volumnia, recogidas por Plutarco en su obra “Vidas Paralelas”, cuando intentaba, a través de su privilegiada oratoria, convencer al general Gneu Marcia Coriola de no atacar Roma, con el firme convencimiento, a cambio, de imponer la amistad y la concordia en lugar de generar conflicto y males, suplicando el fin de las hostilidades, una solución oportuna para los dos bandos por igual y que reportaría gloria y honor.
En el bando de los jueces se decidió leer con atención las peticiones cursadas, lo que, lejos de dividir, aunó consentimientos y voluntades, no haciéndose de rogar en su respuesta.
El más veterano de ellos, a punto de jubilarse, con una dilatada experiencia vital y profesional, se alzó y sin necesidad de acudir a papel o apunte alguno manifestó que su parecer era el de todos.
Acto seguido añadió: las peticiones resultan comprensibles y hasta lógicas, pero en Derecho debían respetarse con rigor los principios de seguridad y de independencia del Poder Judicial, de modo que no podemos ni debemos unificar nuestros criterios si no es conculcando nuestra independencia; pero sí exigimos más dotaciones presupuestarias por las administraciones públicas implicadas, destinadas a la creación de más juzgados, tantos como lo que la sociedad a la que servimos necesita, con ello lograremos entre todos que los señalamientos y los dictados de sentencias se agilicen, que nuestra pendencia se reduzca, que el tiempo dedicado al estudio de cada asunto sea el adecuado, que tanto profesionales como justiciables vean satisfechas sus demandas, en fin, que la justicia sea real y efectiva.
Se hizo un silencio que duró algunos minutos. Ambas partes tenían su parte de razón, se trataba de unir esfuerzos y voluntades, de salvar diferencias, encontrar puntos de comunión, acercar posturas, orillar rivalidades y malos entendidos.
Se decidió que ambos portavoces bajaran a la arena y tuvieran un encuentro personal. Así lo hicieron. Se aproximaba la Navidad propiciando el adecuado ambiente para el entendimiento. Estuvieron hablando animosamente, sin aspavientos, mirándose a los ojos, intercambiando impresiones y compartiendo sentimientos, unos encontrados, otros afines.
Finalmente, acordaron redactar un manifiesto común que apaciguara los ánimos y recondujera la situación, quedando emplazados a ello, no sin antes dar cuenta a sus respectivos colectivos, que asintieron de inmediato.
Aprovechando el “alto el fuego”, jueces, letrados y demás personajes optaron por salir de la seguridad que ofrecían sus refugios para reunirse en un lugar neutro. Se olvidaron por un instante de los problemas y comenzaron a charlar animadamente, sin la menor crítica. Se oyeron las primeras risas, tímidas al principio, sonoras luego, preludio de una deseada entente.
Al cabo de un tiempo prudencial, ambos portavoces pidieron a los presentes que guardaran silencio. El representante de los letrados y afines no dudó en apresurarse a informar que habían alcanzado un acuerdo mediante el cual poder limar sus diferencias, atendido que era preferible el entendimiento que el enfrentamiento. Abogó por un mejor conocimiento mutuo, esforzarse por empatizar, por hacer de la causa una bandera común y reivindicar juntos en vez de hacerlo por separado.
Acabó su breve parlamento con un emocionado “que brille la Justicia con luz propia, la misma que estos días ilumina la estrella de Oriente camino de Belén”.
Con un nudo en la garganta, fue el turno del representante judicial. Lamentó que la armonía y la hermandad que hasta ahora se había respirado entre todos ellos dentro de la vitrina expositora se hubiera resquebrajado sin sentido, aunque se felicitara de la capacidad de todos de confluir en la solución de los conflictos que les distanciaban y, lo que parecía más importante, en hallar el camino en común que ambas partes debían recorrer.
Terminó evocando los sabios consejos de Marco Aurelio: “¿Hay alguien que tema a los cambios? ¿Acaso hay algo que pueda existir sin ellos? ¿Hay algo más familiar a la naturaleza del Todo que los cambios? ¿Puedes bañarte en agua caliente si la leña no cambia de estado? ¿Puedes alimentarte si no se transforma la comida? ¿No te das cuenta de que cambiar es igual de necesario para ti como para la naturaleza del Todo?”
Del mismo modo añadió, la justicia necesita transformarse, adaptarse a los nuevos tiempos, acomodarse a la realidad social, asimilar sus problemas, dar adecuada solución a sus conflictos, beber de la misma fuente que todos.
Tras los discursos, todos los presentes arrancaron a aplaudir y a lanzar vítores entre abrazos e intercambios de buenos deseos, regresando ordenadamente a sus respectivos lugares dentro de la vitrina expositora, dándose por concluido el acto.
Mientras tanto, yo había regresado a mi sofá y probablemente los murmullos de fondo me sumieron de nuevo en un sueño reparador. Al despertar, ya con los primeros y tibios rayos de sol de la mañana, me levanté y regresé raudo al despacho con la intención de comprobar lo que unas horas antes había visto y oído. Sin embargo, todo estaba en orden: la vitrina cerrada, las figuras colocadas en su sitio y los libros en perfecta alineación. Pareciera que allí no había sucedido nada.
De vuelta al salón, me senté y aun aturdido pensé que probablemente todo había sido un sueño, fruto de la imaginación o del cansancio. No quise darle más vueltas. Pronto sería Navidad y, con ella, su magia y encanto, la misma de aquella noche de invierno en que juraría haber visto lo que vi.